Misiles chinos bombardean una estación de tren en Taipei. La presidenta Tsai Ing-wen declara el estado de emergencia. Una guerra, esperada durante décadas, acaba de comenzar. O no. Solo según la cadena de televisión taiwanesa CTS, que la semana pasada lanzó por error estas alertas durante su retransmisión en directo. Noticias en un momento falsas podrían ser, también, solo prematuras; premoniciones a falta de que el tránsito del tiempo las confirme.
Días antes, ráfagas de metralla intermitentes rasgaban el silencio en la isla de Dongyin. Fuego real para un enemigo ausente. Una barcaza marcada con una cruz roja sobre fondo blanco representaba el papel de las fuerzas invasoras. El ejército de Taiwán llevaba a cabo en su extremo septentrional, enclave estratégico cercano al continente, unas maniobras militares que el Gobierno calificó de «ordinarias». Estas coincidían, sin embargo, con un aumento de la alarma ante la invasión rusa de Ucrania, donde tanto el fuego como el enemigo son reales.
Taiwán, Ucrania. Ambas naciones encarnan, a cada lado del globo, las fronteras de Occidente ante el autoritarismo. La fractura se antojaba inminente en el Este, con las incursiones de la aviación china en máximos históricos y un discurso cada vez más hostil por parte del Partido Comunista, cuando acabó estallando por el Oeste. El fin del fin de la historia alcanza ya un frente, y queda por ver cómo afectará al otro cuando, tarde o temprano, la contienda empiece.
Pero si los paralelismos, superficiales, resultan evidentes, también las sustanciales diferencias. La primera, la orografía. China y Taiwán no comparten una frontera terrestre que tropa y artillería puedan cruzar, sino un ancho brazo de mar. Para rebasar la escarpada línea de costa, el Ejército Popular de Liberación debería embarcarse en una de las mayores ofensivas anfibias de la historia, una operación tan costosa en términos humanos como predecible. Sin embargo, la insularidad conlleva, por definición, aislamiento.
Una isla y su asalto
A esta condición hace referencia Zhao Tong, investigador especializado en ciencia militar del laboratorio de ideas Carnegie Endowment, durante un encuentro en un restaurante –casualmente ruso– en el centro de Pekín. «Ante una hipotética invasión, creo que el escenario más probable consistiría en un bloqueo. Los efectivos chinos se desplegarían alrededor de la isla, sin atacar, a la espera». «Aunque al mismo tiempo», concede, «una de las explicaciones para el fracaso de Rusia estriba en que no ha logrado dar un gran golpe, sino un ataque incremental, por lo que también podrían optar por una acción súbita y definitiva». Sea como fuere, «China está estudiando el curso de los acontecimientos», concluye.
La sede del Instituto para la Defensa Nacional e Investigación de Seguridad, una de las instituciones militares más influyentes de Taiwán, se encuentra «a tiro de piedra» del palacio presidencial. Desde allí descuelga el teléfono Liang-Chih Evans Chen, investigador asociado. «En realidad, la guerra comenzó hace un par de años en el ámbito político, legal, psicológico…» afirma. Cuando llegue la hora de la verdad, no obstante, «una de las prioridades de China será cortar la comunicación con el exterior para que la comunidad internacional no sepa qué está sucediendo en la isla». Un terreno de lucha no convencional, el narrativo, cuya importancia ha puesto de relieve la heroica figura del presidente ucraniano Volodímir Zelenski.
«Después, bombardearán infraestructura militar crítica para, por último, iniciar operaciones de desembarco. El momento en que hubiera soldados chinos en suelo taiwanés supondría un punto de no retorno». Taiwán ha memorizado este plan táctico desde hace décadas, ha actualizado a partir de las lecciones de Ucrania, demostración de que un país pequeño puede infligir daños e incluso repeler a fuerzas armadas mucho más poderosas. «Estamos preparados para una guerra asimétrica, como la suya. Por eso nuestro ejército se basa en unidades ligeras pero de alta movilidad».
Taiwán quizá no esté solo: he ahí la segunda distinción. Estados Unidos mantiene el compromiso legal de acudir en su auxilio –de acuerdo a un acta del Congreso promulgada en 1979– aunque nunca ha explicitado cómo respondería a un ataque militar, posición caracterizada como «ambigüedad estratégica». Ante la escalada de tensiones, cada vez más voces abogan por despejar esta incógnita. En octubre del año pasado Joe Biden expresó su disposición a intervenir en un aparente paso histórico, pero sus aseveraciones fueron desmentidas de inmediato por su Gobierno.
«EE.UU. participa desde hace mucho tiempo de diferentes maneras», asegura Chen. «A Ucrania no ha mandado tropas, pero sí ha compartido inteligencia y armamento. En el caso de Taiwán, creo que en un primer momento optaría por una solución similar, pero podría cambiar en función de los acontecimientos». La isla representa, además, la piedra de toque de su presencia en Asia y su respuesta, en un sentido u otro, acarrearía un mensaje trascendental para países aliados como Japón o Corea del Sur, que dependen de su apoyo militar.
Pese a no mantener relaciones diplomáticas oficiales, la Casa Blanca ha reiterado su compromiso mediante la visita de representantes políticos de mayor rango en cada viaje. La última iba a ser Nancy Pelosi, plan abortado después de que la presidenta del Congreso –y como tal tercera autoridad del Estado– diera positivo por Covid. «Estados Unidos considera que estos son gestos inocuos, pero para China suponen señales de que es el momento de actuar», alerta Zhao. «Creo que, a corto plazo, la guerra de Ucrania reduce el riesgo de un conflicto militar, pero ambas potencias podrían encaminarse a una colisión sin darse cuenta, como sonámbulos».
Hay más interrogantes. Por ejemplo, cómo reaccionaría la comunidad internacional ante una invasión. Las herramientas de aislamiento económico empleadas como castigo contra Rusia resultarían mucho más destructivas, en ambas direcciones, ante el gigante asiático, profundamente integrado en la cadena de producción mundial. Una ofensiva de China sobre Taiwán significaría, de este modo, la quiebra definitiva de una era de globalización que la guerra en Ucrania solo ha comenzado a resquebrajar.
Una promesa por cumplir
Taiwán es una aspiración a la que el Partido Comunista nunca renunciará: un ideal político, la «reunificación», creado a la vez que la República Popular. Si la cita de Vladímir Putin con la posteridad empieza en Ucrania, la de Xi Jinping termina en Taiwán. «Durante mucho tiempo el Gobierno se dio por satisfecho con el statu quo, pero el actual líder tiene una perspectiva diferente», explica Zhao. «Se considera a sí mismo una figura clave en la historia de China, en la historia del mundo, y Taiwán representa una cuestión clave a la que ha dotado de una noción de urgencia, que no puede transmitirse a generaciones futuras».
Las únicas salidas para una resolución pacífica, ya sea mediante una liberalización del sistema político chino o la implantación de un modelo similar al «Un país dos sistemas», desacreditado tras el fin de los derechos y libertades de Hong Kong, son poco más que quimeras. Al otro lado del teléfono, Chen se confiesa pesimista. «Lo más probable es que un conflicto militar sea inevitable, las democracias del mundo deben mantenerse unidas y prepararse para la guerra», afirma. La invasión de Ucrania abre el camino hacia un mundo nuevo. Uno en el que, quizá, las noticias largo tiempo temidas en Taiwán se hagan por fin realidad.