Ceuta recobra el pulso tras retornar más de 5.600 personas

A una invasión insólita le ha sucedido una normalidad igual de insólita. Las calles de Ceuta convertidas, en menos de 48 horas, de amalgama ambulante y desconcertada a escenario a pocos metros de la normalidad. En medio cifras que oscilan según las horas y según las fuentes, tanto de entradas irregulares (más de 8.000, según Interior; alrededor de 10.000 según fuentes de la ciudad autonóma) como de devoluciones. El último dato oficial es que al mediodía de ayer ya se había devuelto a 5.600 personas, un 70 por ciento de las que llegaron, azuzadas por un sueño y un chantaje. Jóvenes solos, familias enteras, madres con hijos, empleadas domésticas que llevaban un año sin poder trabajar, escolares que se tomaron el día de fiesta y los que querían saltar a la Península.

«No tenemos un contador, por aquí no pasa el revisor del tren», ironiza un policía nacional destinado en Ceuta, para explicar la disparidad de datos. El agente detalla signos de que la ciudad poco a poco recobra el pulso aunque algunos sigan intentando acceder, sobre todo por mar, en un goteo silencioso y más bien escaso. «Hoy sobre todo hemos visto algún subsahariano en balsas de juguete, por tierra nada porque los colegas han cerrado la llave», dice en referencia al despliegue de las fuerzas policiales marroquíes al otro lado del paso fronterizo.

Ayer abrieron comercios, también colegios y aunque aún hay pequeños grupos, sobre todo de jóvenes, en algún parque, en alguna esquina y en solares abandonados, la estampa no es ni la sombra de lo que vivieron entre el asombro y la preocupación los ceutíes el lunes y el martes.

Los entre cincuenta y setenta y cinco guardias civiles que suelen estar desplegados en la valla por turno fueron los primeros ojos y oídos atónitos. «Las entradas empezaron por Benzú y luego se extendieron y se concentraron por el Tarajal. Vimos mujeres despidiéndose de sus hijos, a los que abrían la puerta los marroquíes. Cuando les pedimos explicaciones porque nos conocemos fueron claros:‘eso por llevaros al otro’, refiriéndose al líder del Polisario. No se cortaban», cuenta un guardia civil.

Fuentes policiales tienen constancia de que los propios agentes marroquíes tuvieron que ver con el traslado de autobuses enteros desde distintos puntos y que organizaron a esas personas en Castillejos indicándoles por dónde entrar a Ceuta. Unas horas después, cuando empezaron las devoluciones –muchas de ellas solicitadas por quienes llegaron y se dieron cuenta del engaño– abrían la puerta y los colocaban en otra fila para que regresaran de nuevo a la ciudad. Hasta que recibieron la orden de cerrar el grifo y actuar de nuevo como gendarmes de fronteras.

Pero la cara más amarga de esta crisis, tiene una vez más rostro y nombre de niño. Muchos estuvieron a punto de ahogarse y solo el trabajo titánico de guardias, militares y policías esquinó la tragedia. En las naves del Tarajal, atendidos por Cruz Roja, hay cientos de niños hacinados esperando una solución para su situación. «A algunos sus padres los han reclamado», señala un agente fronterizo. Según fuentes policiales había entre 1.500 y 2.000 menores en la marabunta de personas que entró de forma masiva. El martes por la noche no contaban con camas para todos. Camastros o hamacas de la playa para los que más suerte tenían.

Un hueco en una estantería o una toalla en el suelo para el resto. En esas condiciones, esperan una solución mientras gobiernos regionales, como el andaluz, se ofrece a acoger a los que pueda asumir. Muchos no llegaron a las naves, sino que se quedaron en las calles. Los grupos de jóvenes marroquíes en el Puerto de Ceuta, las escolleras o los partes superaban la quincena. En las paredes junto a las naves cercanas al Tarajal se les podía ver sentados en masa, pero han ido regresando. Ayer se podían ver grupo de tres a cinco personas. La mayoría pidiendo comida, una mascarilla o algo de ayuda. Los que no han vuelto están atrapados en una ciudad que les ha acogido con mantas, ropa y comida, pero que también ha sucumbido al miedo. «No he dejado ir a mi hija de 12 años al colegio por si la violan o algo. No sabemos de dónde sale esta gente», aseguraba una mujer, junto al polígono de Tarajal. No sabía explicar su miedo, pero deseaba que todo acabara y que esos grupos de chicos, sin nada que hacer, abandonaran la ciudad.