Las Siete Peticiones del Padre nuestro

La oración del Señor contiene siete peticiones a Dios Padre. Ls tres primeras más teologales, nos atraen hacia El para su gloria, pues lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos. Estas tres súplicas sugieren lo que en particular debemos pedirle: La santificación de su Nombre, la venida de su Reino, y la realización de su vooluntad. Las cuatro últimas peticiones presentan al Padre, de misericordia nuestras miserias y nuestras esperanzas: Le piden que nos alimente que nos perdone, que nos defienda ante la tentación y nos libre del Maligno.

Santificar el Nombre de Dios es, ante todo, una alabanza que reconoce a Dios como Santo. En efecto, Dios ha revelado su Santo Nombre a Moisés, y ha uerido que en su pueblo le fuese consagrado como una nación sant en la que El habita.

Santificar el nombre de Dios, que «nos llama a la santidad» (1Ts4,7), es desear que la consagración bautismal vivifique toda nuestra vida. Así mismo, es pedir que, con nuestra vida y nuestra oración, el Mombre de Dios sea conocido y bendecido por todos los hombres.

La Iglesia innova la venida final del Reino de Dios, mediante el retorno de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios en la gloria. Pero la Iglesia ora también para que el Reino de Dios crezca aquí ya desde ahora, gracias a la santificación de los hombres en el Espíritu y al compromiso de éstos al servicio de la justicia y de la paz, según las bienventuranzas. Esta petición es el grito del Espíritu y de la Esposa: «Ven, Señor Jesús» (Ap22,20).

La voluntad del Padre es que «todos los hombres se salven» (1Tm2,4). Para ésto ha venido Jesús: Para cumplir perfectamente la Voluntad salvífica del Padre. Nosotros pedimos a Dios Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo, a ejemplo de María Santísima y de los Santos. Le pedimos que su benevolente designio se realice plenamente sobre la tierra, como se ha realizado en el cielo. Por la oración, podemos «distinguir cual es la voluntad de Dios» (Rm12,2), y obtener «constancia para cumplirla» (Hb10,36).

Al pedir a Dios, con el confiado abandono de los hijos, el alimento cotidiano necesario a cada cual para su subsistencia, reconocemos hasta que punto Dios Padre es bueno, más allá de toda bondad. Le pedimos también la gracia de saber obrar, de modo que la justicia y la solidaridad permitan que la abundancia de los unos cubra las necesidades de los otros.

Puesto que «no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Mt4,4), la petición sobre el pan cotidiano se refiere igualmente al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Jesús, recibido en la Eucaristía, así como al hambre del Espiritu Santo. Lo pedimos, con una confianza absoluta, para hoy, el hoy de Dios: y ésto se nos concede, sobre todo, en la Eucaristía, que anticipa el banquete del Reino venidero.

Al pedir a Dios Padre que nos perdone, nos reconocemos ante El pecadores; pero confesamos, al mismo tiempo, su misericordia, porque, en su Hijo y mediante los sacramentos, «obtenemos la redención, la remisión de nuestros pecados» (Col1,14). Ahora bien, nuestra petición será atendida a condición de que nosotros antes, hayamos, por nuestra parte perdonada.

La misericodia penetra en nuestros corazones solamente si también nosotros sabemos perdonar, incluso a nuestros enemigos.  Aunque para el hombre parece imposible cumplir con esta exigencia, el corazón que se entrega al Espíritu Santo puede, a ejemplo de Jesús, amar hasta el extremo de la caridad, cambiar la herida en compasión, y transformar la ofensa en intercesión. El perdón participa de la misericordia divina, y es una cumbre de la oración cristiana.

Pedimos a Dios Padre que no nos deje solos y a merced de la tentación. Pedimos al Espíritu saber discernir, por una parte, entre la prueba, que nos hace crecer en el bien y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte; y, por otra parte, entre ser tentado y consentir en la tentación. Esta petición nos une a Jesús que ha vencido a la tentación con su oración. Pedimos la gracia de la vigilancia y de la perseverancia final.

El mal designa a la persona de satanás, que se opone a Dios y que es «el seductor del mundo entero» (Ap12,9). La victoria sobre el diablo ya fué alcanzada por Jesús; pero nosotros oramos a fin de que la familia humana sea liberada de satanás y de sus obras. Pedimos también el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Jesús, que nos librará definitivamente del maligno.

Amén, significa así sea.