Nada era sólido: Por Vicente Vallés

Cuando la crisis financiera iniciada en 2008 arrasaba empresas y empleos, el mundo Occidental –incluida España– se percató de que la prosperidad no era eterna. El crecimiento económico del que habíamos disfrutado en el inicio del siglo tenía fecha de caducidad, con el infortunio de no saber qué fecha era esa para habernos preparado con tiempo. Los pilares que sostienen la democracia y la economía en los países libres no eran indestructibles. Como escribió Antonio Muñoz Molina en 2013, «todo lo que era sólido» en realidad era un «todo» que creíamos sólido sin serlo. Porque todo es gaseoso.

El día de enero de 2020 en el que recibimos la primera información sobre un nuevo virus detectado en China, la sensación inicial –muy humana– fue pensar que esas son cosas que pasan en otros sitios y a otras gentes. Cuando, días después, supimos que los once millones de habitantes de la ciudad de Wuham habían sido obligados a encerrarse en sus casas, lejos de cambiar de criterio lo confirmamos: en efecto, algo así no puede pasarnos a nosotros. Pero en febrero supimos que el norte de Italia se había convertido en un foco de contagios y empezamos a preocuparnos, aunque no lo suficiente como para que las autoridades españolas se hubieran adelantado a los acontecimientos y prohibieran los vuelos que por docenas llegaban a Madrid y Barcelona desde Milán, ni para que se impidiera a miles de hinchas de equipos españoles viajar a otros países para asistir a partidos de Champions. Tampoco se reaccionó con la antelación debida –o no se tuvo el coraje político necesario– como para cerrar España una semana antes, lo que hubiera impedido que se celebrasen partidos de Liga con estadios abarrotados, asambleas políticas como la de Vox o las manifestaciones del 8M. Eso no hubiera impedido el avance de la pandemia, pero quizá hubiera limitado parcialmente su extrema virulencia. En efecto, es más fácil decirlo ahora que entonces. Pero nadie debe olvidar que esa posibilidad ya se debatía en España en la segunda mitad de febrero, y la decisión no se adoptó hasta el 14 de marzo.

De repente, la vida ya no consistía en trabajar o estudiar, en cuidar de nuestra pareja y nuestros hijos, en planificar el fin de semana o las próximas vacaciones. En un instante, la vida empezó a consistir, precisamente, en salvar la vida, porque el virus que traía la enfermedad y la muerte podía estar en el pomo de la puerta, en el cuaderno del niño, en las gafas de la abuela, en la respiración del compañero de trabajo, o en el aire mismo.

Ya ha pasado un año, pero no ha pasado la enfermedad. Ni han desaparecido las dudas sobre nuestro comportamiento como sociedad ni sobre la eficiencia de quienes tuvieron y tienen la responsabilidad de gestionar esta calamidad. No es un problema solo español, pero también es un problema español. Y es cierto que nadie podía estar preparado para gobernar en medio de un desastre como este, pero es igual de cierto que aquellos a los que les ha correspondido hacerlo ocupan sus cargos por deseo propio. Todos ellos querían el poder y lucharon con denuedo y audacia por alcanzarlo. No fueron obligados. Y cuando se alcanza ese objetivo tan ansiado hay que asumir los beneficios y los costes. Nadie estaba en condiciones de prever la aparición de un nuevo virus. Nadie podía evitarlo. Pero sí hubo opciones para acotar sus consecuencias.

La tragedia que vivimos no ha tenido el efecto positivo de unirnos, sino la triste secuela de separarnos. El coronavirus ha alimentado al virus del odio que ya se enseñoreaba entre nosotros antes de la enfermedad y nos ha hecho más vulnerables, al contrario de lo que en la primavera pasada anunció el presidente del Gobierno, con más voluntad política que de descripción de la realidad.

También ha puesto en cuestión nuestro sistema de funcionamiento. En un primer momento, Moncloa decidió asumir todo el poder con el decreto de mando único. La experiencia fue tan sufrida que en verano optó por hacer lo contrario, con el objetivo de que las consecuencias políticas que tuviera gestionar la pandemia se repartieran entre todos los partidos con responsabilidades de gobierno en las comunidades autónomas. Pedro Sánchez se había cansado de ser el palo que aguantaba la vela, porque la vela pesaba demasiado. Pero la cogobernanza no ha demostrado ser más eficaz y hemos asistido a diecisiete maneras, todas ellas discutibles, de tomar decisiones y aplicarlas. Y, por supuesto, condicionado por ese estilo tan español de hacer política contra alguien y no a favor de todos. Porque en España la política está por encima de nuestras posibilidades. Sobra politiquería y faltan datos fiables.

En este año de pandemia hemos visto cómo se han manejado las cifras con una voluntad manifiesta de maquillar la verdad. La contabilización de los fallecimientos se realizaba al margen de las indicaciones de la Organización Mundial de la Salud, con lo que se pretendía rebajar la magnitud real de la tragedia, en el intento de que España no encabezara cada día el ranking global de muertos según su población.

Pero nada de esto debería ser alimento para fanáticos. Porque el error en la gestión de la pandemia es transversal. Lo ha sido en España, a la vista de las decisiones que se han adoptado en los diecisiete «estaditos» que componen nuestro país. Lo ha sido en el Reino Unido, gobernado por un conservador, o en Suecia, gobernada por un socialdemócrata, que al principio aspiraron a que sus compatriotas se contagiaran masivamente y cuanto antes para crear una inmunidad que no se ha producido, y cuyo resultado ha sido igualmente dramático. Se equivocó el independiente italiano Giuseppe Conte tanto como el centrista francés Emmanuel Macron o el totalitario ruso Vladimir Putin. Y llevaron el error hasta el absurdo el extravagante brasileño Jair Bolsonaro, su espejo mejicano López Obrador o Donald Trump, que está –estuvo– en otra categoría. Los tres negaron el problema sanitario, los tres se contagiaron, los tres decidieron especular con las medidas y los tres llevaron a sus países al límite de lo soportable. Trump, incluso, consiguió el ridículo honor de que en Estados Unidos se pudiera conocer la ideología de cada ciudadano, porque los demócratas se ponían la mascarilla y los republicanos, no. Ahora, Trump juega al golf en Florida.

Lo más preocupante es que hemos llegado a este triste aniversario del confinamiento con la sensación de no haber aprendido todo lo que deberíamos, y de no habernos dado a nosotros mismos la oportunidad de ser mejores de lo que éramos. Aún tenemos tiempo de conseguirlo porque la desgracia ha hecho que la pandemia esté lejos de terminar. La única manera de que salgamos más fuertes de esto –como se nos anunció precipitadamente hace meses– es que aprovechemos la ocasión que se nos brinda para reparar lo que es evidente que no ha funcionado, para evitar los errores que es obvio que se han cometido, y para repetir e institucionalizar aquello que con seguridad sí se haya hecho bien. Y para aprender que, aunque muchos no soporten esa idea, no nos queda otro remedio que vivir juntos y ayudarnos. Es bastante fácil de entender.