La acción educativa requiere autoridad correctamente ejercida (ese producto que tanto escasea en el mercado, actualmente). La autoridad se fundamenta en dos principios: la actitud de servicio (en el ámbito familiar y también, en la sociedad), ocupándose de satisfacer las verdaderas necesidades de los hijos, y de la sociedad, y en el sacrificio (esforzarse en ayudar, olvidándose tantas veces de uno mismo y, si es posible, sin que se note).
Hay que estar dispuesto a sacrificarse. Sin sacrificio no es posible querer a los demás. Y los padres quieren a sus hijos. Así, la autoridad es cuestión de tener criterios o no tenerlos. Si no estás seguro, si no tienes certeza, si no distingues entre la verdad y el error… no existe fuerza moral para ejercer la autoridad.
Posibles sugerencias.
No pactar nunca con la mediocridad. Porque esos pactos no están a la altura de la dignidad personal y, además, desprestigian – sobre todo – a padres con hijos adolescentes. Muchas familias, de un modo u otro, luchan contra la mediocridad que les acecha desde las modas ambientales o desde su propia complicidad, desde su alergia al esfuerzo, desde su conformarse con cualquier nivel y no aspirar a niveles óptimos, etc. Esta lucha tendrá más eficacia si se entiende como un reto, como algo que apasione.
Elegir los ámbitos prioritarios. La lucha contra la mediocridad se puede iniciar en aquel ámbito o en aquella esfera de la vida que se considere prioritaria, de acuerdo con las propias circunstancias personales, familiares, profesionales, etc. Es ilusionante y motivador, para padres e hijos, iniciar entre todos un proyecto de mejora.
No darles todo hecho. Si los hijos solicitan que se les dé todo hecho y se les da, no habrá manera de luchar contra la mediocridad. Por el contrario, esta lucha será posible para los hijos a quienes se les ayude a buscar y encontrar metas valiosas, y a elegir y poner los medios adecuados para lograrlas. Esta puede muy bien ser hoy, elegir metas valiosas, una de esas prioridades que sugeríamos.
Tal vez, uno de las mayores equivocaciones de muchos padres, de muchas familias es que han enseñado a sus hijos a recibir, y muy bien, por cierto, pero no se les ha enseñado a dar. Y como no saben, dan muy poco, o nada. Y, así, pocos son los que colaboran en las tareas del hogar; ni siquiera se ocupan de lo suyo (arreglar su cuarto, hacerse la cama, ordenar y cuidar la ropa…) Y, no hablemos de su actitud ante el estudio.
Si la sociedad es de ellos, la familia también lo es. Cada hijo tiene responsabilidades familiares y la primera de ellas, no la única, es la de preparase para su futura vida profesional del mejor modo posible. El derecho a tener la oportunidad de recibir una formación intelectual, humana y espiritual adecuada a su dignidad personal es tarea que corresponde satisfacer a los padres. Es su deber. Y a esta tarea dedican su vida, procurando los medios materiales y humanos necesarios (recursos económicos, tiempo, dedicación y, en muchos casos, mucho esfuerzo y sacrificio).
En contraprestación a este deber de los padres aparece el de los hijos. Y su deber les obliga a estudiar para aprender, realizando el esfuerzo necesario para conseguir unos resultados óptimos. Por esto, conformarse con ir aprobando, cuando se pueden sacar notables y sobresalientes, es pactar, padres e hijos, con la mediocridad. Este será un motivo más para exigir a cada hijo que dé de sí todo lo que puede dar. Es su deber en el ámbito familiar y social. No hacerlo debe acarrear en los hijos la pérdida de los derechos que tienen y que demandan. Pero, no siempre se hace así, porque padres e hijos no han caído en la cuenta de que las responsabilidades en el ámbito familiar no son sólo de los padres. Y tienen que saberlo y vivirlo desde pequeños. La coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace, acrisola la autoridad.
Lo primero, que el padre y la madre se pongan de acuerdo. No hay nada más nefasto para la educación de los hijos que, en el ámbito de la familia, existan criterios educativos distintos. Por ello, antes de señalar los objetivos educativos que se quieren alcanzar para cada hijo, para cada familia, es obligado ponerse de acuerdo, y nunca discutir delante de ellos. En la discrepancia crece la inseguridad en los hijos, no saben a qué atenerse, desconfían de la autoridad de los padres y terminan desvinculándose sino de uno, de los dos. Se cuelan por el medio. La autoridad se ausenta.
Este problema se agudiza en familias desestructuradas (padres separados o divorciados). Y, se hace cada vez mayor si uno u otro, o ambos a la vez, para conseguir el aprecio de los hijos, ceden a sus exigencias y consienten comportamientos inaceptables. Es posible y deseable, aunque a veces sea muy difícil, ponerse de acuerdo por lo menos en lo esencial, por el bien y la felicidad de sus hijos. El mayor error será tirar del hijo hacia sí, con el consiguiente deterioro de la autoridad del otro padre o madre. Como también lo es centrar la atención educativa en el aspecto económico, motivo frecuentísimo de discusiones y desavenencias que, entre otras cosas, hacen sufrir a los hijos.
Enseñar a los hijos, desde muy pequeños, a sacar partido de la vida. Los padres deben de considerar que, tal vez, una de sus prioridades educativas en el ámbito familiar es enseñar a sus hijos a no perder el tiempo, a no aburrirse, sin tener que recurrir a la televisión, a los videojuegos, al móvil o a las redes sociales, etc. Con la lectura, la pintura, el deporte…, por ejemplo, pueden aprender, desde pequeños, a emplear la imaginación y el poder creativo, a trabajar en equipo, con esfuerzo físico y mental.
Es posible y deseable dejarles desarrollar esas capacidades con independencia y autonomía, estando siempre dispuestos a ayudar, a sugerir, pero impulsándoles a que vuelen solos, a que se atrevan. Y, más mayores, que aprendan a colaborar con aquellas instituciones que tienen como objetivo cuidar, atender, acompañar a personas, mayores y pequeños, que están necesitados de ayuda. ¡Que prueben, que se atrevan! Eso sí, sabiendo que lo que hagan deben procurar hacerlo bien, y si no les sale, los padres les ayudarán. Y esto les da seguridad y refuerza la autoridad de los padres.
Entrar con paso seguro en todos los ambientes en los que los padres vayan a entrar. De lo contrario, se corre el riesgo de quedarse a mitad de camino. Es estar convencidos de lo que se hace y del porqué se hace. Y manifestarlo con claridad y firmeza.
Simpatía. Los padres deben empeñarse en ser simpáticos (no tiene esto nada que ver con ser permisivos). Ser simpático es gratis y produce un gran rendimiento. Consiste en saber escuchar muy bien, con la sonrisa en los labios y, en cambio, hablar poco de sí mismo. Es transmitir la alegría que sienten en su interior porque a su lado está aquello que más quieren, que son sus hijos, aunque acaben de hacer alguna trastada. Y los hijos, al sentirse queridos por lo que son y no por lo hacen, se sentirán seguros. Saben que pueden contar siempre con sus padres y esto les da la seguridad que necesitan para enfrentarse con los retos que les depara la vida. Claro que los padres tienen que prepararse antes.
Para conseguir algo de gran valor hay que pagar un alto precio. Y, nada hay más valioso para los padres que sus hijos. El alto precio que hay que pagar es el sacrificio, el olvido de sí mismo al estar siempre ocupados en conocer sus necesidades reales y estar dispuestos a ayudarles para que lleguen a satisfacerlas. No existe mayor autoridad que la que emana de la actitud de servicio y el sacrificio. Para comprobarlo, pensemos en aquellas personas que más nos han influido, a las que hemos hecho caso, de quién nos hemos fiado y a las que hemos otorgado el calificativo de haber sido una autoridad en nuestras vidas. Si observamos su comportamiento y ponemos nombre a los valores que poseían veremos cómo, entre otros valores, sobresalían estos dos que hemos citado.
Optimismo. En todo caso requiere optimismo, si por optimismo entendemos buscar lo mejor, lo óptimo, sin olvidarnos de la solidaridad en nuestros proyectos personales o familiares.