La dirección de Podemos, bajo el mando del vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, movilizó esta semana todas sus antorchas para «quemar» en la hoguera a la ministra de Defensa, Margarita Robles, por hacer lo que debería estar haciendo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez: llamar al orden a Iglesias para que no siga desestabilizando al Gabinete ni abriéndole nuevos conflictos.
Para ello utilizó uno de los instrumentos que mejor manejan los morados, su artillería en las redes sociales, agitadas por algunos de los «voceros» del partido, o, dicho de otra manera, por los más estrechos colaboradores de Iglesias. El vicepresidente hace de activista en la sombra contra los compañeros del Consejo de Ministros que se atreven a levantarle un poco la voz, a la vez que toma cada vez más cuerpo la confirmación de que la coalición que Iglesias ha tejido con ERC y con Bildu está mucho más engrasada que la que en teoría forma con el PSOE en el Gobierno de la Nación.
La ministra Robles puso voz este viernes al malestar creciente dentro del Gobierno por la crisis con Rabat. Y esta semana también lo dejó intuir la ministra de Economía, Nadia Calviño, con unas muy medidas declaraciones a Carlos Alsina, en el programa «Más de Uno» de Onda Cero, sobre el afán de protagonismo de Iglesias, al que la ministra se cuidó de no citar por su nombre para evitar el «activismo» en su contra. Pero lo de Robles y Calviño no llega ni a «pellizco de monja» si se compara con lo que mueve, lo que dice y lo que hace el entorno de Iglesias. Es como si el 15-M se hubiera asentado dentro del Gobierno.
Los ministros se andan con mucho cuidado en los desahogos sobre su hartazgo con Iglesias, tanto en público como en privado, para esquivar a la artillería de Podemos, y también no vaya a ser que el «fontanero» mayor de Moncloa les pille en un renuncio. Pero hay que hurgar poco en la telaraña gabinetera de los ministerios para escuchar esos alivios contra el vicepresidente de Pedro Sánchez. Hablan de sus «puñaladas» por la espalda, del «juego por detrás» y de sus «deslealtades».
El Gobierno es un polvorín, en el que Iglesias es la mecha, y lo relevante es que ni siquiera la cuota de Podemos está con el patrón en su integridad. El ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá, tiene buena relación con la titular de Trabajo, Yolanda Díaz, y los dos se han consolado a veces juntos ante las maniobras del vicepresidente para apuntarse medallas, contradecir el criterio del Gobierno o consolidar su coalición paralela con ERC y Bildu. Prácticamente, hay pocos ministerios, quitando el de Igualdad, de Irene Montero, en los que no sean recurrentes los comentarios contra la campaña de desgaste interno del vicepresidente. Y cuanto más se desciende hacia los niveles más técnicos de la Administración, mayor es el asombro con la infiel cohabitación del Gobierno de coalición.
La tensión y la desconfianza son norma interna, pero lo más grave, para dentro y para fuera, es «el silencio, la aquiescencia», del presidente del Gobierno. Hasta ahora Sánchez no ha llamado ni una vez a capítulo a Iglesias. Ha permitido que zancadillee a sus ministros, que se atribuya logros que no le competen, o que distorsione iniciativas que tampoco son suyas. Le ha dejado crecer como oposición interna dentro del Gobierno y no será porque no mantenga una interlocución normalizada con el líder de Podemos y una línea de diálogo que podría utilizar para llamarle al orden.
Sánchez ha callado ante las campañas de Podemos contra jueces, contra periodistas y contra sus ministros. Los «mamporreros» morados se mueven con libertad, y un día etiquetan a la ministra Robles como cercana a Vox, y otro, sorprenden con enmiendas al proyecto del Gobierno al que pertenecen. O con la defensa de un referéndum en el Sahara, mientras Presidencia y la ministra de Asuntos Exteriores, Arantxa González-Laya, hacen gestiones in extremis con Rabat para convencer a las autoridades marroquíes de que corrijan su negligencia en el control de sus costas: después de que Canarias lleve desde enero viendo multiplicarse la llegada de pateras hasta convertirse en un polvorín social. El 15-M que habita en el Gobierno no desaprovecha oportunidad para desprestigiar a la Corona, para arremeter contra operaciones financieras, contra los acuerdos con el PNV, y para dinamitar todas las vías que podrían ayudar al PSOE a recuperar un espacio de cierta centralidad. Y Sánchez sigue callando para perplejidad de sus ministros y de una parte de su partido.
Calvino y Robles están en el centro de la diana del vicepresidente. Y otros ministros se guardan las espaldas por miedo a que les meta en la lista. Silencio, no vaya a ser que Iglesias active su «ejército». La ministra de Economía es motivo de persecución porque representa la ortodoxia económica y el lazo más sólido con Bruselas que tiene Sánchez. Margarita Robles, porque enlaza con la tradición más constitucionalista del PSOE.
«Esto tiene mal arreglo. La coalición acabará muy mal. El problema es el coste de esta bronca soterrada permanente. Sánchez debería dar menos importancia al show y a las apariencias, o le pasará como a Rajoy, que los problemas internos se le pudrirán y se lo llevarán por delante», reflexionan en uno de los Ministerios implicados en el caos por la última crisis de inmigración en Canarias. En el Gabinete de Rajoy la pulsión tenía un origen demasiado mundano, de rivalidad, lucha de egos, y hasta celos. En el Gobierno de coalición las diferencias son de proyecto. Tal y como ha dirigido la agenda Iglesias, Sánchez está en la disyuntiva de elegir entre Constitución o el proyecto rupturista del trío Iglesias-Rufián-Otegi. La coalición de Gobierno integra, supuestamente, a los dos, pero, en la práctica, esto es un imposible detrás del que hay una batalla en la que sólo puede ganar uno.