La justicia social

La sociedad asegura la justicia social cuando respeta la dignidad y los derechos de la persona, finalidad propia de la misma sociedad. Ésta, además, procura alcanzar la justicia social, vinculada al bien común y al ejercicio de la autoridad, cuando garantiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a los individuos conseguir aquello que les corresponde por derecho.

Todos los hombres gozan de igual dignidad y derechos fundamentales, en cuanto que, creados a imagen del único Dios y dotados de una misma alma racional, tienen la misma naturaleza y origen, y están llamados en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, único Salvador, a la misma bienaventuranza divina.

Existen desigualdades económicas y sociales inicuas, que afectan a millones de seres humanos, que están en total contraste con el Evangelio, son contrarias a la justicia, a la dignidad de las personas y a la paz. Pero hay también diferencias entre los hombres, causadas por diversos factores, que entran en el plan de Dios. En efecto, Dios quiere que cada uno reciba de los demás lo que necesita, y quienes disponen de talentos particulares los compartan con los demás. Estas diferencias alientan y con frecuencia obligan, a las personas a la magnanimidad, la benevolencia y la solidaridad, e incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras.

La solidaridad, que emana de la fraternidad humana y cristiana, se expresa ante todo en la justa distribución de los bienes, en la equitativa remuneración del trabajo y en el esfuerzo a favor de un orden social más justo. La virtud de la solidaridad se realiza también en la comunicación de los bienes espirituales de la fe, aún más importantes que los materiales.

La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo a favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada.

Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.

La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las palabras del Señor: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Tt 6, 33)

La sociedad asegura la justicia social procurando las condiciones que permiten a las asociaciones y a los individuos obtener lo que les es debido. El respeto de la persona humana considera al prójimo como “otro yo”. Supone el respeto de los derechos fundamentales que se derivan de la dignidad intrínseca de la persona.

La igualdad entre los hombres se vincula a la dignidad de la persona y a los derechos que de ésta se derivan. Las diferencias entre las personas obedecen al plan de Dios que quiere que nos necesitemos los unos a los otros. Esas diferencias deben alentar la caridad.

La igual dignidad de las personas humanas exige el esfuerzo para reducir las excesivas desigualdades sociales y económicas. Impulsa a la desaparición de las desigualdades injustas. La solidaridad es una virtud eminentemente cristiana. Es ejercicio de comunicación de los bienes espirituales aún más que comunicación de bienes materiales.