Abascal arranca la rosa de Felipe

El Auditorio Los del Río de Dos Hermanas, el pueblo donde el padre de Felipe González ordeñaba sus vacas, está rodeado de pavos reales. Quizás por eso Santiago Abascal estaba especialmente cómodo. A Vox le va la marcha. Anoche abrió sus plumas en la cuna del socialismo español, donde, por cierto, gobierna desde hace 36 años con apabullantes mayorías absolutas Francisco Toscano, el único sanchista con poder verdadero en Andalucía. Por eso el aquelarre de la derecha en territorio rojo, donde madura el limonero del felipismo y ha caído la fruta blanda de Sánchez contra el imperio de Susana, tiene su conque. Porque probablemente el secreto del auge de Vox está en que los rivales han querido estereotiparlo sin conocerlo. Han imaginado al enemigo y se han despreocupado de ir a comprobar si han acertado. La izquierda cree que Abascal es Hamelin tocando su flauta a un tropel de ratas. Y todavía no sabe que esos supuestos múridos a los que detesta van a los mítines con la chaqueta de pana de Isidoro. No son engominados con patillas. Son currantes en busca de una nueva ilusión, la que sea, pero que les permita sacar una bandera de su país sin miedo y cantar por Manolo Escobar a garganta pelada. ¡Que viva España!

Este es el estribillo que une a todos los que estaban anoche en la guarida del PSOE retando su hegemonía a cara descubierta. «Yo soy albañil, tengo las manos majadas de echar cemento, y estoy aquí porque estoy harto, porque ya me he cansado de que me cuenten cuentos», me dijo un hombre de no más de treinta años que caminaba a mi vera cuando me adentraba en el rugido de cuatro mil personas al unísono. Antes de tomar asiento, los prejuicios al estanque de los patos. La cantera de albero en la que está encajado el auditorio parecía una final de un mundial de la Selección. Daban ganas de gritar el gol de Iniesta. Rojigualdas volanderas y cervezas en vasos de plástico. Solo la entrada de Abascal en plan Raphael por la escalera central del aforo, protegido de los gañafones de los fans por un cordón de voluntarios, rompió la ensoñación de la segunda estrella bordada sobre el escudo de la camiseta roja. Allí no se gritaban goles, sino vivas. Y lo hacían veteranos y chavales, hombres y mujeres por igual. «Yo soy español, español, español», coreaba la grada, que también daba pitadas. Cuando la candidata por Sevilla, Reyes Romero, nombró al «eterno Toscano» fue como si el árbitro hubiera pitado un penalti inexistente. «¡Fuera, fuera!». Luego hubo cachondeo cuando salió a relucir el «eterno joven Arenas». Después sonaron silbidos contra el machismo, contra los tarjetazos en los burdeles, contra la compra de votos y contra los que tenían dinero para asar una vaca. Chifla multitudinaria en el terruño de la humilde vaquería del PSOE de la Transición.

Así que entendí que lo mejor era no decir ni mu. Mirar y tratar de entender. Descubrir que Vox no tiene nada que ver con el cliché prefabricado en los laboratorios propagandísticos del enemigo. Será lo que sea, pero no es exactamente lo que los contrarios quieren que sea. Con decir que al lado del atril había una chica traduciendo al lenguaje de signos basta. Los tópicos ideológicos al garete ante un discurso con dos ideas rompedoras: primero los españoles, luego los extranjeros; y Cataluña. Las dos con idéntico resultado. Clamor. El mismo vítor en la señora de la permanente que en la chica de los tatuajes. «¡Perroflauta!», exclamó un vozarrón desde el voladizo cuando Abascal nombró a Errejón en su cenit narrativo. El auditorio se venía abajo. «Sólo los ricos pueden permitirse el lujo de no tener patria», concluyó con su sofisticado sosiego de conquistador. Había cacareado como un pavo real del parque de Dos Hermanas un eslogan de la Falange en la veta de albero donde está sembrado el rosal del PSOE.