Creo en el Espíritu Santo I

Creer En el Espíritu Santo es profesar la fe en la tercera Persona de la Santísima Trinidad, que procede del Padre y del Hijo y “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Espíritu Santo “ha sido enviado a nuestros corazones” (Ga 4,6), a fin de que recibamos la nueva vida de hijos de Dios. La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a si Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a Jesús en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios “Padre” (Rm 8,15) El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción cuando nos revela al Hijo y cuando obra en la Iglesia.

“Espíritu Santo” es el nombre propio de la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Jesús lo llama también Espíritu Paráclito (Consolador, Abogado) y Espíritu de Verdad. El Nuevo Testamento lo llama Espíritu de Jesús, del Señor, de Dios, Espíritu de la gloria y de la promesa. El Espíritu Santo se ha manifestado en la tierra en varias formas. En el bautismo de Jesús, a orillas del Jordán, tomó la figura de paloma, que simboliza pureza, sencillez y fecundidad, y en aquel momento representaba la mansedumbre de Jesús para con los pecadores. En el Tabor apareció en forma de nube resplandeciente, símbolo de luz, claridad y gozo. Significa también que, su acción bienhechora modera el ardor vivo, ilumina sin deslumbrar y calienta sin consumir. En el Cenáculo, al dar Jesucristo su misión y poder a los Apóstoles, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”, Este soplo o aliento suave de Jesús es figura de la suavidad, unción, persuasión y procedencia del Divino Espíritu.

El día de Pentecostés se hizo sensible mediante un viento impetuoso y lenguas de fuego. El viento fuerte simboliza la vida, el movimiento y la fortaleza que remueve los obstáculos a la vida cristiana y santa. Las lenguas de fuego significan la elocuencia y la doctrina que el Señor comunica al hombre, para iluminarlas inteligencias, y la caridad para inflamar los corazones en el amor de Dios. Son numerosos los símbolos con los que se representa al Espíritu Santo: el agua viva, que brota del corazón traspasado de Jesús y sacia la sed de los bautizados; la unción con el óleo, que es signo sacramental de la Confirmación; el fuego, que transforma cuanto toca; la nube oscura y luminosa, en la que se revela la gloria divina; la imposición de las manos, por la cual se nos da el Espíritu; y la paloma, que baja sobre Jesús en su bautismo y permanece en Él.

La obra reveladora del Espíritu se manifiesta a través de los “Profetas” que son a aquellos que fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. Las profecías del Antiguo Testamento hallan su cumplimiento en la revelación plena del Misterio de Jesús de Nazaret en el Nuevo Testamento. El Espíritu colma con sus dones a Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo Testamento, quien, bajo la acción del Espíritu, es enviado para que “prepare al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc1, 17) y anunciar la venida de Jesús, Hijo de Dios: aquel sobre el que ha visto descender y permanecer el Espíritu, “aquel que bautiza en el Espíritu” (Jn 1, 33).

El Espíritu Santo culmina en María las expectativas y la preparación del Antiguo Testamwento para la venida de Jesús, el Cristo. De manera única la llena de gracia y hace fecunda su virginidad, para dar a luz al Hijo de Dios encarnado. Hace de Ella la Madre del “Cristo total”, es decir, de Jesús Cabeza y de la Iglesia su cuerpo. María está presente entre los Doce el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inaugura los “últimos tiempos” con la manifestación de la Iglesia.

Desde el primer instante de la Encarnación, el Hijo de Dios, por la unción del Espíritu Santo, es consagrado Mesías en su humanidad. Jesús revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Padres, y lo comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección. En Pentecostés cincuenta días después de su Resurrección, Jesús glorificado infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que la Trinidad Santa queda plenamente revelada. La misión de Jesús y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria.

El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Jesús la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Jesús y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den “el fruto del Espíritu”. Por medio de los sacramentos, Jesús comunica su Espíritu a los miembros de su cuerpo, y la Gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu. El espíritu Santo, finalmente, es el Maestro de la oración.