Creo en la comunión de los santos

La expresión “comunión de los santos” designa la comunión entre las personas santas (sancti), es decir, entre quienes por la gracia del bautismo están unidos a Jesús muerto y resucitado. Unos viven aún peregrinos en este mundo; otros, ya difuntos, se purifican en el purgatorio, ayudados también por nuestras plegarias; otros, finalmente, gozan ya de la gloria de Dios e interceden por nosotros. Todos juntos forman en Jesús, Hijo de Dios, una sola familia, la Iglesia, para alabanza y gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La expresión “comunión de los santos” indica, ante todo, la común participación de todos los miembros de la Iglesia en las cosas santas (sancta): la fe, los sacramentos, en particular en la Eucaristía, los carismas y otros dones espirituales. En la raíz de la comunión está la participación de todos los bautizados en la vida divina, y en la caridad que el Espíritu Santo infunde en quienes reciben el bautismo, y que “no busca su propio interés” (1Co 13,5), sino que impulsa a los fieles a “poner todo en común” ((Hch 4, 32), incluso los propios bienes materiales, para el servicio de los más pobres.

En la Iglesia, que es el cuerpo místico de Jesús, sucede lo que ocurre en el cuerpo humano. Así como éste es uno y tiene muchos miembros y todos ellos con ser muchos, son un solo cuerpo, así todos los que somos bautizados, formamos un solo cuerpo místico. Y así como en el cuerpo humano cada miembro necesita de los demás y todos se ayudan mutuamente, de igual modo, en su Iglesia ha puesto Dios muchos miembros, y los ha unido unos con otros, para que tengan entre sí gran apoyo y se compadezcan, ayuden y honren mutuamente, como corresponde a los hijos de tal Padre.

La Bienaventurada Virgen María es el miembro más excelso de la Iglesia porque, en virtud de la redención obrada por su Hijo, ella fue preservada de todo pecado en su concepción y llena de gracia. Es también Madre de la Iglesia en el orden de la gracia, porque ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Jesús, agonizante en la Cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27). Después de la Ascensión de su Hijo, la Virgen María ayudó con su oración a los comienzos de la Iglesia. Incluso tras su Asunción al cielo, ella continúa intercediendo por sus hijos, siendo para todos un modelo de fe y de caridad y ejerciendo sobre ellos un influjo salvífico, que mana de la sobreabundancia de los méritos de Jesús. María, por último, es la imagen suprema de la Iglesia, pues en ella, elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, se anticipa la resurrección que esperan quienes creen en Cristo y viven en su gracia. Por todo ello los fieles cristianos la invocan como abogada, auxiliadora, socorro y mediadora.

A la Virgen María se le rinde un culto singular (llamado culto de “dulía” o veneración), que se diferencia esencialmente del culto de adoración, que se rinde sólo a la Santísima Trinidad (culto de “latría”). Este culto de especial veneración encuentra su particular expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el santo rosario, compendio de todo el evangelio. Contemplando a María, la toda santa, ya glorificada en cuerpo y alma, la Iglesia ve en ella lo que la propia Iglesia está llamada a ser sobre la tierra y aquello que será en la patria celestial.