Un Papa para la era de la IA

Al elegir el nombre de León XIV, nuestro nuevo Santo Padre se propuso una tarea urgente

Al elegir el nombre de León XIV, nuestro nuevo Santo Padre se propuso una tarea urgente: diagnosticar los males de nuestra época y, como hizo León XIII, ofrecer sabiduría para este tiempo y para la posteridad.

Como afirma Russell Hittinger, uno de los mayores expertos en León XIII, su enseñanza social se sostiene sobre «las tres sociedades necesarias»: el matrimonio y la familia, la comunidad política y la Iglesia. Estas sociedades tienen fines necesarios y perdurables, y pertenecer a ellas es fundamental. Quizá podríamos añadir a la sociedad civil y al mercado, pero nunca podemos obviar esas tres sociedades: satisfacen fines humanos fundamentales como ningún otro orden puede.

¿Cuál es el valor de esta sabiduría leonina en la era de la inteligencia artificial? Y es que, el desafío de la IA muestra la gran pregunta de nuestro tiempo: ¿qué significa ser humano?

La IA, entre otras cosas, corre el riesgo de sustituir a los trabajadores en muchas tareas. Amenaza con reorganizar la economía y la sociedad de maneras que beneficien a unos pocos en lugar de al bien común, llevando en última instancia al hombre a estar al servicio del mercado, en lugar de que el mercado sirva al hombre. Pero aún peor es el temor de que los humanos se sometan voluntariamente a estas dinámicas, dispuestos a ceder una de las características fundamentales de la humanidad: su naturaleza social.

Sin aceptar las predicciones más pesimistas relativas a estas tecnologías, podemos coincidir con Christine Rosen, investigadora principal del American Enterprise Institute, en un patrón inquietante: los humanos, al menos en el Occidente posindustrial, parecen preferir cada vez más lo virtual a lo real, lo mediado a lo inmediato. Sobre todo, como documenta en su libro The Extinction of Experience, uno de los mayores costes de dicha preferencia es la pérdida de oportunidades de interactuar con otras personas. Gestionamos con quién nos reunimos, cómo, cuándo y por qué, si es que lo hacemos. Estamos perdiendo valiosas habilidades para interactuar con desconocidos e interpretar las emociones de los demás, prefiriendo experiencias virtuales que nosotros mismos seleccionamos, o que nos decimos que seleccionamos. Al abandonar gran parte de nuestra vida cognitiva y emocional en las redes sociales y la tecnología de IA, buscamos limitar la incertidumbre que otras personas pueden traer a nuestra existencia solipsista. Por lo tanto, perdemos de vista que la felicidad realmente reside en los demás. Parafraseando a Yuval Levin, parecemos conformarnos con la comunicación por encima de la comunión.

La tesis de Rosen puede respaldarse con numerosos estudios que demuestran que los estadounidenses, en particular, se sienten solos, aislados e infelices, pero también son cada vez más incapaces de hacer algo al respecto. La solución al aislamiento que fomenta la tecnología parece ser más de esa misma tecnología aisladora, corriéndose así el riesgo de exacerbar las desigualdades subyacentes y deshumanizar aún más a los más desfavorecidos.

Esta tendencia antisocial es inquietante porque ataca al motor mismo de aquellas tres sociedades necesarias: la sociabilidad humana. Si no queremos estar juntos, ¿cómo podemos convivir y prosperar en la familia, la comunidad política y la Iglesia?

Cuando León publicaba Rerum Novarum, argumenta Hittinger, la necesidad de estas tres sociedades no estaba en duda. Lo que se cuestionaba, más bien, era su precedencia. Regímenes políticos de todo tipo reclamaban superioridad sobre la Iglesia, y en particular el derecho a controlar áreas de la vida, como el matrimonio y la educación, en las que la Iglesia había reivindicado desde hacía tiempo su papel.

Hoy, sin embargo, el desafío se ha agudizado: a medida que las fuerzas tecnológicas y económicas vician la sociabilidad humana, también amenazan la base misma de las tres sociedades necesarias. La IA traerá grandes beneficios, pero muchos de sus déficits quedarán ocultos o, mejor dicho, preferiremos no verlos. Esto se aplica especialmente a los costes soportados por otros seres humanos. Los seres humanos no solo jugarán a los bolos en solitario, sino que buscarán cada vez más sustitutos virtuales para las actividades fundamentalmente sociales intrínsecas a la vida familiar, política y eclesial.

Sin embargo, nada de esto es inevitable. León nos recuerda que las entidades sociales como la familia no son simplemente receptores pasivos de los desafíos de nuestro tiempo. Es mejor considerarlas soluciones a esos combates: como escuelas de humanidad, lugares donde podemos abrazar nuestra vocación como animales políticos, racionales y litúrgicos.

En esta tarea de formación humana, la Iglesia tiene mucho que ofrecer, pues encarna una comunión de personas en la que no somos judíos ni gentiles, ni esclavos ni libres, ni hombres ni mujeres, sino todos uno en Cristo, creados a imagen de Dios. Aunque no siempre vivamos adecuadamente esa vocación, somos testigos de la unidad que solo es posible en Cristo. Somos, y debemos ser, signo de contradicción.

De hecho, nunca ofrecemos mejor formación en lo humano que cuando celebramos la Misa, donde el cielo se encuentra con la tierra y los creyentes se unen a lo largo de todas las tierras y todas las eras. Al adoptar una actitud de adoración y reverencia, ofrecemos al mundo una lección de humildad y receptividad, para aceptar como un don lo más preciado que poseemos, porque proviene de Dios.

Nada de esto es una receta fácil para que nuestro nuevo Santo Padre emprenda su nueva misión, por supuesto, sino más bien una oración ferviente para que tenga éxito en ella. Que todos los cristianos recen por él y trabajen junto a él, en acción de gracias a Dios porque nos ha dado a otro León, sin duda muy diferente.