La sombra del discurso de Edward Kennedy en el Madison Square Garden durante la campaña presidencial de 1980 resuena en la Convención Demócrata de este año en Chicago
Conservo un pin de la campaña de las elecciones presidenciales de EEUU en 1980, quizá el más simple, aunque también uno de los más grandes, que lleva inscrita entre círculos una única palabra, sin el habitual nombre del candidato: OPEN (Abierto). Era el grito de guerra con el que los seguidores de Edward Kennedy querían conseguir que los delegados comprometidos durante las elecciones primarias de aquella campaña electoral quedaran libres de ataduras y decidieran su voto allí, en la Convención Demócrata que se desarrollaría en el Madison Square Garden de Nueva York. Un precedente que ha sobrevolado sobre la resolución del mismo evento del partido de 2024 en Chicago.
Jimmy Carter, el entonces presidente, aspiraba a un imposible segundo mandato, lastrado ante la opinión pública por el fiasco de los rehenes de Teherán, y también por los que le tachaban de entreguista al aceptar el traspaso de la soberanía del canal de Panamá, y por una economía que no acababa de levantarse. El populismo de Ronald Reagan y las conexiones de George W. Bush amenazaban claramente a los demócratas y solo Edward Kennedy mantenía viva la llama del entusiasmo, que iba creciendo de su parte mientras se llegaba a las puertas de la convención en agosto. Los números le negaban la opción de seguir el camino de sus hermanos, y los pins con el OPEN eran la última palabra a la que agarrarse a la desesperada para salvar la candidatura, el partido, y quizá el país.
Se reunió con sus fervientes seguidores en el hotel frente por frente del Madison Square Garden para una última arenga. Con su verbo fluido, su tez risueña y con sus hechuras de hombre compacto, Kennedy se hacía notar y desear. Fue la primera vez que le vi cara a cara. Cuando le entrevisté en esa circunstancia, derrochaba ilusión aunque con la medida bien tomada: la de un político hecho en su propia casa, dentro de una saga, con su particular desdicha de Chappaquiddick a cuestas, pero quizá por eso con un arresto personal que le colocaba mucho más allá de ser meramente «el tercero de los Kennedy».
Lo que pasó durante este proceso, que culminaría solo unas horas más tarde, quizá haya tenido mucho que ver con la retirada in extremis de la candidatura de Joe Biden a la reelección, evitando el síndrome de «la convención abierta» que lastraría sin remedio la candidatura de Carter a la reelección. Aquel episodio en la historia del partido demócrata dejó una herida profunda y se convirtió en un aviso para navegantes, para los presidentes que dar por hecha la victoria por el hecho de jugar la partida desde el despacho oval. Hace solo cuatro años, también Donald Trump saboreó la hiel de la derrota desde Casa Blanca.
Cuando el senador Edward Kennedy se subió al monumental estrado montado en el Madison Square Garden para lanzar su arenga a los enfervorizados delegados, amigos, periodistas y políticos curiosos, dejó claro, desde el primer minuto y tras unos interminables aplausos de aliento, que «estaba allí no para defender una candidatura, sino para reafirmar una causa«.
Hizo un discurso histórico —conservado hoy entre los más preciados de la gran retórica política americana— desgranando con pasión las claves de la política liberal y democrática, la más cercana a la clase trabajadora de los dos grandes partidos, y denunció hasta la carcajada la política reaganista que se venía encima. Para cerrar, recurrió a unos bellos pasajes del poeta favorito de la familia, Alfred Tennyson:
«Soy parte de todo lo que he conocido
Aunque mucho pase, mucho permanece
Lo que somos, somos…
Un temperamento de corazones heroicos
De fuerte voluntad
Para esforzarse, buscar, encontrar y no ceder»
Aun con su batalla personal perdida para sustituir a Carter en la candidatura, Kennedy abogó por mantener las esencias del Partido Demócrata, sus vetas sociales y liberales, frente a la revolución conservadora que se avecinaba con el tándem Reagan-Bush. «Hay que mantener viva la llama», reclamaba el tercer Kennedy en su brillante discurso intercalado de emocionados aplausos.
La magia del último Kennedy
El mitin de una derrota se había convertido en la mejor arenga para plantar cara al enemigo político común. Kennedy y los suyos no consiguieron la convención abierta, pero sí hacer crecer el ánimo y mantener la ilusión de los suyos para la batalla política que se avecinaba. La magia del último Kennedy estaba servida, para dejar claro que meter el corazón en un puño hablando con el corazón en la mano es el arte de unos pocos.
Edward Kennedy demostró quién era y que estaba maduro para la ocasión. Había perdido aquella batalla, pero ganó la guerra por el control de los ideales que defendería el Partido Demócrata hasta la fecha. Su verbo triunfó, aunque la campaña del 80 estaba sentenciada.
El síndrome del 80 ha sido el máximo acicate del nuevo Partido Demócrata (el de Barack Obama y Nancy Pelosi) para imponer un giro en la candidatura refrendada en la convención de esta semana. No se podía repetir el error. Es más, los tiempos exigen nuevos métodos de campaña política, y si la antigua planificación y seguridad era la base de un éxito, ahora el mundo de las redes y de la comunicación instantánea obligan a golpes de efecto que despierten al electorado y descoloquen al contrincante. Cambiar de candidato o candidata a última hora en lugar de un demérito se ha convertido en una oportunidad luminosa.
Pasada la batalla interna de los demócratas en los 80, cuando llegó la fecha crucial, se impuso fácilmente Reagan sobre Carter, que como presidente sobrevivió heroicamente a un atentado, recortó el gasto público, las regulaciones y los servicios para hacer supuestamente un gobierno más pequeño y amenazó con una guerra de las galaxias, con tufillo hollywoodiense para abrir brecha.
Reagan se deshizo a la siguiente convocatoria de Mondale, al que de poco le sirvió colocar a la primera mujer, Geraldine Ferraro, como aspirante a la vicepresidencia. Y en mi tercera cobertura de campaña, en el año 1988, Reagan abrió a Bush padre el camino de la victoria, en otra convención antológica en Nueva Orleans.
Para despedir al actor metido a ideólogo de la oleada conservadora en olor de multitud, Bush leyó un discurso antológico firmado por Peggy Noonan (One thousand points of light, Mil puntos de luz en la noche) que le hizo adquirir por vez primera estatura presidencial, tras un pasado tan lleno de cargos como limitado en estrellas.
Con todo, lo mejor de las campañas, más allá de las estrategias y los golpes de efecto, debo reconocer que lo encontré en los caucus de Iowa, con la política de base, cara a cara y votos a mano alzada. Principio y fin de la democracia americana.
Información sobre un mundo acabado
El nuevo orden mundial se estaba dibujando. El enfrentamiento de radicales islámicos de distinto signo abría la década que culminaría con la caída del muro. Fin de la Guerra Fría y la apertura del nuevo frente en las guerras del desierto. Entre medias cubrimos una guerrita —la invasión de la isla de Granada— durmiendo hacinados en los hoteles y paseándonos en aviones militares desde Barbados.
Más cruda fue la marcha guerrera en Centroamérica. Lo curioso de aquellas coberturas es que te quedarás en aquel fin del mundo llamado Tegucigalpa, y en el vestíbulo del hotel te topases con los pilotos americanos que apoyaban a la contra nicaragüense y, para sorpresa, con el entonces ministro israelí de defensa del momento, Ariel Sharon. Cambian los actores, permanecen las estrategias.
Con Reagan reímos en Brasil, cuando dijo que estaba feliz en Bolivia. Y volamos hacia Moscú para dar el abrazo final a Mijaíl Gorbachov. Comunicados, notas del pool, horarios demenciales, y los mejores hoteles del circuito. Todo para que la información fluyese a raudales. La información sobre un mundo que acababa.
Esperando al cambio, al final de la Guerra Fría, que llegaría justo en 1989, la sociedad se movía entre el auge del conservadurismo económico y social basado en el neoliberalismo de los Estados Unidos de América y el vendaval progresista y artístico que vivía la metrópolis neoyorquina. La fiesta nunca fue completa. El aviso de cambios que venían en aquellos locos años lo dio un pistoletazo de salida.
John Lennon había sido abatido a la entrada del Edificio Dakota. Subimos hasta el norte y ya solo vimos angustia. El beatle más díscolo había sido asesinado. Aquella crónica te helaba las manos. Imagine. Como helarían el corazón y las mentes, la aparición en escena del virus del sida. «Ya se vislumbraban los cambios futuros», apostilla un destacado diplomático español al echar la vista atrás sobre aquella década prodigiosa en eventos.
«Hoy vivimos una decadencia anunciada solo encubierta por esta nueva sociedad virtual de la Inteligencia Artificial. Muchos nuevos descubrimientos, nuevas tecnologías, pero pérdida absoluta de la cohesión social y política. Han perdido el sentido de los valores y de la ética y solo un materialismo agobiante les moviliza tras el poder del entramado político-militar-industrial y de capitalismo de vigilancia. No saben a dónde quieren ir y les seguimos ciertamente hacia un abismo colectivo«.
Entre apocalípticos e integrados en los polos de la política mundial, asistimos a un mundo en guerra expectante ante la elección de un puesto clave en el juego de los poderes.
El síndrome del 80 ha sido el máximo acicate del nuevo Partido Demócrata para imponer un giro en la candidatura
Sobresaltos sociales y políticos de aquella década, reforzados ahora en estos años de globalismo y nuevas tecnologías, populismo y autoritarismo. Estados Unidos reinventándose de nuevo, desplegando todos sus encantos técnicos y artísticos, bajo el halo amortiguador de un movimiento político populista y conservador, plantado en sus mentes por un actor de Hollywood entonces, un empresario desesperado después o una candidata accidental ahora. EEUU nunca defrauda.
Javier Martín-Domínguez ha sido corresponsal en Japón y Estados Unidos, cubriendo varias campañas electorales, y presidente del Club Internacional de Prensa