No dejes a un espía el trabajo de un soldado: cómo Putin acabó devorado por una metáfora

Para Putin, un espía es capaz de decidir el destino de miles de personas. La descripción le perseguirá toda su carrera política y le llevará a un callejón sin salida: la invasión de Ucrania

«Lo que más me asombró de todo es cómo el esfuerzo de un hombre pudo lograr lo que ejércitos enteros no pudieron. Un espía podría decidir el destino de miles de personas. Al menos, así es como yo lo entendí». De todos los tropos sobre el espionaje que abundan en libros, películas y ensayos, no hay uno mejor que este para abrir este perfil sobre Vladímir Putin. No solo porque encierra la esencia de esta aproximación al personaje, sino porque fue el propio mandatario ruso el que la puso, negro sobre blanco, en su libro Ot pervogo litsa (En primera persona). Una declaración de intenciones que resuena, una y otra vez, en su carrera: un solo hombre moviendo los hilos de la realidad allí donde las armas fracasaron.

La reflexión, publicada en su autobiografía del año 2000, no es espontánea. Es la refinación de un imaginario construido desde una infancia empapada de series soviéticas del género, como El escudo y la espada, en la que el espía Alexander Belov conseguía infiltrarse y ascender en los servicios de seguridad de la Alemania nazi para arruinar los planes del mismísimo Aldolf Hitler gracias a su habilidad para manipular a otros. Para un adolescente que crecía en la Leningrado de los 60′, una ciudad marcada por los traumas de la Segunda Guerra Mundial y las miserias del comunismo soviético, Belov era más que un ídolo de telenovela. Era un camino a seguir.

Pero este no es un perfil sobre cómo Putin utilizó sus habilidades —las innatas, las aprendidas y las refinadas como agente de la KGB— para convertirse en uno de los fenómenos políticos más exitosos (en términos pragmáticos) del siglo XXI. Precisamente todo lo contrario. Esto es una reflexión biográfica hilvanada sobre la paradoja de cómo todas esas capacidades y mañas que durante décadas le permitieron sobrevivir, medrar y prosperar en la Rusia poscomunista han sido las mismas que lo han llevado a un callejón sin salida en su invasión a Ucrania, que este jueves cumple un año.

Pero cualquier semblanza sobre Vladímir Vladimirovich Putin que trate de extraer alguna guía para intentar descubrir a la persona detrás del personaje debe incluir una clara advertencia. Cada anécdota, vivencia o retal biográfico sobre el líder ruso está sujeto a la posible exageración, distorsión, invento u omisión de la maquinaria propagandística del Kremlin y, a veces en simultáneo, a la de sus enemigos. No es un defecto del sistema, sino parte esencial de su diseño. El Kremlin se siente cómodo en la sobreabundancia de información contradictoria que genere confusión. Ni siquiera se molestan en negar las historias más negativas sobre el líder, ya que esas mismas serán reinterpretadas por medios y opinadores afines.

Quizás por eso no es sorprendente, aunque sí significativo, que no haya ni una sola biografía sobre Putin publicada en Rusia en los más de 20 años que lleva en el poder (más allá de su propio libro). Lo bueno, lo malo y lo peor que sabemos de uno de los presidentes más poderosos del mundo viene filtrado por la visión de Occidente en libros construidos, en gran medida, sobre fuentes anónimas o interesadas, enemigos de Putin o interpretaciones de analistas e historiadores con escaso o nulo acceso al círculo íntimo del poder. Podemos decir entonces gran parte de lo que sabemos de Putin puede no ser real. Pero también que todo lo que sabemos de Putin a él no le importa que lo sepamos. Es parte del complejo y elaborado personaje construido alrededor de una idea: un zar de inteligencia que todo lo ve y sabe desde su trono en el Kremlin.

placeholderUn hombre frente a un mural de Vladímir Putin en Moscú. (Yuri Kochetkov/EFE)
Un hombre frente a un mural de Vladímir Putin en Moscú. (Yuri Kochetkov/EFE)

Desde que llegó al poder, Putin se ha volcado en encontrar vías, sutiles y brutales, para controlar toda la información consumen los rusos y enturbiar la que recibe la audiencia global. Un análisis del grupo RAND describe el modelo ruso de propaganda como «una manguera de falsedades» alimentada por un gran número de canales y agentes de opinión para difundir verdades a medias, verdades paralelas o, directamente, mentiras. «La propaganda rusa entretiene, confunde y abruma a la audiencia», apuntaba el artículo.

Andrew Weiss, analista del Carnegie Endowmen y exasesor de la Casa Blanca en las administraciones Clinton y Bush, trató de plasmar este fenómeno en su novela gráfica Accidental Zar con un dibujo del cerebro de Putin dividido en tres partes. «La primera, las experiencias personales que han marcado su vida; la segunda, la información que se describe como el mundo real y el funcionamiento de la política. La tercera, y no menos importante, su paso por la KGB. Esa forma de ser espía y conspiranoico», explica a El Confidencial. «El problema de tratar con Putin es que va y viene entre estas tres secciones de su cerebro cuando hablas con él y nunca sabes en cuál está confiando realmente», subraya Weiss, quien conoció en persona al líder ruso tras el 11S.

Foto: EL arqueólogo e historiador Fernando Quesada Sanz. (Archivo Fundación Juan March/Dolores Iglesias)

Putin no juega con las mismas reglas que Occidente, donde la credibilidad, la transparencia y la consistencia son consideradas virtudes políticas —al menos por el público—. Y tampoco tiene incentivos para ello. Al fin y al cabo, hasta la fecha el modo espía le había funcionado a la perfección. Hasta que llegó Ucrania.

«La decisión de Putin de comenzar la guerra contra Ucrania no fue una decisión de política exterior, sino doméstica. Putin consolidó su poder mediante operaciones especiales en 1999-2000 y funcionó. Así que repitió este truco cada vez que su popularidad o su estabilidad en el poder se ha visto amenazada. Pero esta vez fracasó porque en realidad Putin nunca planeó ir a la guerra», explica KamiI Galeev, analista experto en Rusia. ¿Y por qué nunca planeó una guerra? «Porque Putin no es un militar, es un espía».

El Confidencial repasa con la ayuda de biógrafos, historiadores y analistas fragmentos de la vida de Vladímir Putin para entender cómo acabó atrapado en las arenas movedizas de un circunloquio del que no sabremos si podrá escapar. Esta es la historia de un líder devorado su propia metáfora. Una con tres palabras: «operación militar especial».

Primera operación especial: un agente de la KGB

La primera operación especial de Putin (San Petersburgo, 1952) fue entrar en la KGB. Y no se puede decir que perdiera el tiempo. Un adolescente Vladímir llamaría con 14 años a la puerta de los todopoderosos servicios secretos soviéticos preguntando cómo entrar en la organización. Cuenta en su biografía que el agente que lo atendió le dio largas. «Estudia una carrera universitaria y luego vuelves». ¿Qué carrera sirve?, preguntó. «La que sea. Derecho, por ejemplo». Y eso hizo.

Pero de sus años de juventud, la anécdota más analizada de Putin es la de la rata gorda. Aquella en la que creciendo de niño en Leningrado se encontraría cara a cara con un enorme roedor a la que acorraló en un callejón. Arrinconada, la pequeña bestia se revolvería y trataría de morder a su persecutor, que huyó a su casa aterrado. El líder ruso siempre comenta este pasaje como una lección de los peligros de poner a un enemigo contra las cuerdas, ya que nunca sabes cómo va a reaccionar. Los kremlinólogos han discutido largo y tendido sobre las derivadas psicológicas, biográficas y políticas de este episodio. Pero quizás el elemento más relevante de todos es el hecho de que el niño Putin se crio en un ambiente decadente y de estrechez económica en un apartamento comunal que sus padres (él, capataz de fábrica, ella, ama de casa) compartía con otras dos familias.

Foto: Una manifestación anti Putin

En este contexto, es fácil comprender por qué Putin se vio atraído hacia la oscura organización de espionaje, una vía hacia la seguridad y la prosperidad que su realidad material le negaba. No fue hasta los 23, tras graduarse de Derecho en la universidad local, que consiguió un puesto en el Comité para la Seguridad del Estado (significado de las siglas KGB). Y pasarían diez más hasta conseguir su primera misión fuera de Rusia como agente de contrainteligencia en la ciudad alemana de Dresde. El propio Putin reconocerá que su labor allí no tuvo nada del glamour y la emoción que destilaban los guiones de sus series favoritas. Su labor era eminentemente burocrática, haciendo de enlace y escribiendo informes sobre la lealtad de sus colegas soviéticos (algo que, por otra parte, hacía la mayoría de ellos).

Quizás la KGB no confiaba en darle mayores responsabilidades a un agente que ha sido descrito por algunos allegados como «carente de empatía» y con cierta propensión a actuar impulsivamente. «En una pelea podía pelearse con cualquiera porque obtenía entrar en un frenesí y luchar hasta el final. Si algún tipo grande lo ofendía, saltaba directamente hacia él, le arañaba, le mordía, le tiraba del pelo», comentaría año después Viktor Borisenko, excompañero de colegio de Putin. Pero es que además, había llegado en un mal momento, con el poderío de la órbita soviética en plena desaceleración. Pero allí tuvo una experiencia de aprendizaje que marcaría su camino vital.

Un mes después de la caída del Muro de Berlín, con los estertores de la Guerra Fría como telón de fondo y la Unión Soviética a punto de colapsar bajo el peso de sus propias contradicciones, un grupo de manifestantes rodeó la sede de la KGB en Dresde. En el edificio, los agentes apenas tenían efectivos y armas para neutralizar la protesta. Putin se puso frente a los manifestantes y no vaciló: «No intentéis entrar por la fuerza en este edificio. Mis camaradas están armados, y están autorizados a utilizar sus armas en caso de emergencia».

Putin describiría la caída de la URSS como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XXI en otro famoso discurso ante la Duma

En realidad, Putin había llamado a sus superiores para poder activar a una unidad de carros de combate que el Ejército Rojo tenía la ciudad. Pero nadie contestó. Esa misma noche, el agente de la KGB quemó cientos de documentos e informes sobre las actividades del servicio secreto en la ciudad alemana. Se dice que quemó tantos, que el horno no dio abasto y reventó, dejándole con la cara manchada de hollín. «No podemos hacer nada sin órdenes de Moscú; y Moscú está en silencio», reflexionaría en sus memorias con sus frases más conocidas, utilizada por historiadores y académicos con un resumen del momento de incertidumbre previo al fin del proyecto soviético.

Esos días, Putin aprendió muchas cosas. Que el imperio más fuerte puede caer paralizado por la burocracia, que el comunismo hacía aguas y, lo más importante, que proyectar fuerza es tan importante como tenerla. Él, solo, había conseguido disolver una manifestación hostil con un farol de categoría. Dos décadas más tarde, ya consolidado en el poder, Putin describiría la caída de la URSS como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XXI en otro famoso discurso ante la Duma rusa. Caló en él, explican los que han seguido la vida del ruso, un sentimiento de pérdida. No ideológico o político. Sino simbólico, histórico. Épico. Una frustración inofensiva en un cuadro medio de la KGB, pero peligrosa en un líder continental.

Segunda operación especial: el poder, a toda costa

La segunda operación especial de Putin fue la más compleja: llegar al poder. Cuenta la versión oficial que cuando volvió a Rusia en 1990, el mandatario ruso trabajó durante un tiempo como taxista en San Petersburgo para completar su exiguo salario. No tuvo que rodar mucho por las calles de un país que se abría al mundo. Pronto, sus conexiones en la KGB le consiguieron un puesto como asistente del rector de la escuela de asuntos internacionales de la Universidad de Leningrado, su alma mater. Durante ese tiempo, no está claro si cobrando o como un favor, Putin siguió monitoreando a estudiantes y vigilando extranjeros para los servicios secretos.

En pleno crujido de la URSS, Putin dan un giro hacia la política y se convierte en un consejero de Anatoli Sobchak, un empresario liberal y uno de sus mentores en la carrera, que aspira a la alcaldía de Leningrado (al que también espiaba, por supuesto). Con la victoria de Sobchak, Putin entra en los pasillo del poder político, de los que ya nunca saldrá. En agosto de 1991, siempre según su versión, renunciaría definitivamente a la KGB —a punto de desaparecer en diciembre de 1991 con todo el tinglado comunista— después del golpe contra Mijail Gorbachov. En la alcaldía de Leningrado fue nombrado presidente del comité de relaciones internacionales.

Desde allí comenzó a tejer una maraña de favores, conexiones políticas, empresariales y mafiosas hasta que en 1997 aterriza en el Kremlin como asistente en la administración de Boris Yeltsin. Su escalada desde ahí sería meteórica e imparable. Nombrado en 1998 jefe del Servicio Federal de Seguridad (FSB, servicio de inteligencia heredero de la KGB, pero mucho menos poderoso); en 1999, secretario del Consejo de Seguridad de Rusia y poco después, en agosto de ese mismo año, primer ministro de Yeltsin. Línea directa para una sucesión que se daría el propio 31 de diciembre de 1999, cuando el primer presidente de la Federación Rusa dimitió ahogado en escándalos, problemas de salud y no poco alcohol.

placeholderVladímir Putin durante su discurso frente a la Asamblea Federal, en Moscú, el pasado 21 de febrero. (Reuters)
Vladímir Putin durante su discurso frente a la Asamblea Federal, en Moscú, el pasado 21 de febrero. (Reuters)

«La economía de mercado comenzó a desarrollarse rápidamente en esos años. Esta era una economía de mercado corrupta y él se convirtió en parte de ese ambiente. Como funcionario corrupto, consiguió satisfacer a muchos otros funcionarios gubernamentales y oligarcas (también corruptos)», cuenta el historiador ruso Yuri Felshtinsky a El Confidencial​.

Pero en ese momento, Putin era un desconocido sin experiencia en política, nulo carisma y con la terrible sombra de la KGB sobre su cabeza. Además, muchos actores y grupos de interés amenazaban su posición. Si imagen era la de un improbable líder para una Rusia que llevaba une década de perenne convulsión. En el verano de 1999, Putin era visto como un eficiente ejecutivo del poder, ascético, hierático, servicial. Nunca un potencial presidente. Todo cambió en las siguientes semanas, cuando se dieron una serie de atentados contra bloque residenciales en Moscú, Volgodonsk y Buinaksk. Más de 300 personas murieron y 1.700 resultaron heridas. Putin no dudó en culpar a los separatistas chechenos y ordenar una invasión. No solo ganó, sino que bombardeó hasta las ruinas Grozny la resistencia chechena.

Los atentados, algunos de ellos al menos, se veían sospechosos y siempre hubo dudas de quién orquestó las explosiones, ya que los chechenos, que solían reconocer sus ataques, negaron en todo momento cualquier implicación. El caso Ryazan, en el que un vecino denunció que unos desconocidos habían llevado varios sacos sospechosos al sótano de su edificio llevó directamente al arresto de dos agentes del FSB, que fueron liberados. En el lugar se encontraron unos sacos con una sustancia blanca, que las autoridades dijeron era azúcar, y un detonador, que las autoridades dijeron era falso. La explicación es que se trataban de unos ejercicios antiterroristas. El episodio nunca se aclaró. Los atentados y posterior invasión dispararon la popularidad de Putin, que en marzo de 2000 sería electo con un 53% de los votos. «Los rusos aman las guerras victoriosas», apunta Galeev.

Tercera operación especial: un seductor geopolítico

Cuenta la leyenda, que en su primer discurso como presidente ante sus antiguos compañeros de la KGB (ya entonces FSB) en Moscú, Putin comenzó con un chiste: el mandatario dijo a sus excompañeros agentes: «Enhorabuena, camaradas. Nuestra infiltración en el poder ha sido completada». Esta historia, recogida por el escritor británico Martin Sixsmith, puede que haya sido exagerada. Pero, vista en retrospectiva, es toda una declaración de intenciones. A los ejemplos nos remitimos.

George W. Bush —dice él— pasó varios días sumergido en la lectura Dostoievski para comprender la esencia rusa antes de viajar a visitar al que había sido el archienemigo estadounidense durante cinco décadas en 2002. Putin y Bush ya se habían visto un año antes, en junio de 2001, cuando el presidente estadounidense dijo había le había «mirado a los ojos» para descubrir el alma de un hombre «directo y sincero» al que invitó a su rancho en Crawford, Texas, meses después. ¿Qué impacto pudo haber tenido el líder ruso para hacer que Bush hijo leyera a Dostoievski? Bienvenidos a la tercera operación especial de Putin para meterse a Occidente en el bolsillo, una etapa extraña y sujeta a varias interpretaciones que culmina en 2007 con Putin como persona del año en la portada de la revista Time.

El Zar de la Nueva Rusia —le apodan— habla con Washington de «una nueva relación», de «cooperación» y de «confianza». Putin fue supuestamente el primero en llamar a la Casa Blanca tras los atentados del 11 de septiembre contra Nueva York y Washington, y asumió la guerra contra el terrorismo como propia, ya que él mismo luchaba contra una insurgencia islamista chechena. Putin utilizó todas sus habilidades de encantador de serpientes para intrigar y fascinar a la comunidad internacional, que le daba a Rusia un papel en la mesa de la geopolítica global con la ampliación formal del G7 al G8 en 2002. Clinton, Bush, Blair, Chirac, Sarkozy, Berlusconi, Schroeder, Merkel, Aznar. Todos fueron amansados, de un modo u otro, por el ruso.

El superciclo petrolero y de materias primas de comienzos de siglo le dio a las arcas rusas y a su sociedad una prosperidad inédita

Mientras, el superciclo petrolero y de materias primas de comienzos de siglo le dio a las arcas rusas y a su sociedad una prosperidad inédita en medio de una inusitada estabilidad política que disparó la popularidad del mandatario. Él aprovechó este momento dulce para ir reconstruyendo la idea del poderío ruso con una mezcla de pomposidad soviética y grandiosidad zarista. Su primera medida en el poder fue reinstaurar el himno de la URSS. También hizo volver a poner la placa de granito conmemorativa de Yuri Andropov, el antiguo presidente de la KGB soviética. Con el electorado feliz y la comunidad internacional tranquila, todos parecían pasar por alto sus desmanes autoritarios en el país, sus tácticas brutales contra sus enemigos y su creciente monopolio sobre los medios, la economía y el poder.

Pese a que ahora el mandatario y sus adláteres señalan a la OTAN como la amenaza que les llevó a la guerra, en estos años Putin estuvo coqueteando con pedir la entrada de su país a la Alianza Atlántica. ¿Qué sucedió? Muchos analistas creen que el presidente ruso sintió que Occidente no recompensó sus esfuerzos como merecía y no supo leer las señales para desactivar la histórica cuestión rusa de una vez por todas.

«Me reuní en Moscú con el entonces secretario general [de la OTAN], Patt Robertson, y me confirmó esta especie de petición de adhesión de Putin a la OTAN. Algunos creen que nunca fue sincero. No lo creo. En mi opinión, el liderazgo de la OTAN perdió allí una oportunidad de poner a prueba a Rusia. Si hubiéramos empezado las negociaciones en términos de lo que podría ser una adhesión, Rusia podría haber rechazado la oferta. Pero en ese caso, habría sido la decisión de Rusia y no podría decir que todo el mundo estaba baipaseando en sus objetivos estratégicos», aseguró Nadie Arbatova, del Instituto para la Economía Mundial y las Relaciones Internacionales en la Academia Rusa de las Ciencias, en un evento del grupo de análisis Chatham House.

Esta habilidad para la manipulación, para leer a la gente y conocer qué los hace moverse fue clave en su ascenso al poder

Entre los que creen que Putin en realidad estaba jugando a largo plazo está el historiador ruso Yuri Felshtinsky, quien explica: «Actúa como espía porque las personas que han trabajado para la KGB tienen una gama de habilidades. Algunas son brutales, cómo disparar a matar; pero otras son más sofisticadas y se utilizan para reclutar a un agente. Cuando Putin te está hablando, en realidad no te está hablando. Te está reclutando. Es por eso que con el tiempo ves a mucha gente que está encantada con Putin y lista para confiar en él, como el presidente estadounidense, George Bush, o muchos primeros ministros británicos, presidentes franceses o cancilleres alemanes».

Esta habilidad para la manipulación, para leer a la gente y conocer qué los hace moverse es legendaria. Fue clave en su ascenso al poder y lo estaba siendo en un momento en el que buscaba expandir su influencia fuera de sus fronteras. Entre 2000 y 2008, el mandatario realizó más de 50 giras internacionales y se convirtió en una nueva referencia altermundista alimentada en las ascuas bien vivas del antiimperialismo. «Si Putin habla con un comunista, es comunista. Si lo hace con un judío, probablemente él lo sea o todos sus amigos lo sean. Si habla con un francés, odia Estados Unidos y ama el queso francés», concluye Felshtinsky. Un camaleón, reelecto sin problemas en 2004.

Pero algo empezó a cambiar en su segundo mandato. En 2005, le dio una vuelta de tuerca geopolítica a la nostalgia de la URSS, en 2006 ordenó el asesinato del exagente Skrippal en Reino Unido y, al año siguiente, expresaba públicamente su descontento con las fronteras de 1991. Una anécdota de aquel 2007 ilustra mejor la deriva del presidente ruso.

placeholderMerkel, Putin y el perro negro. (EFE/Sergei Chirikov)
Merkel, Putin y el perro negro. (EFE/Sergei Chirikov)

En enero, Putin recibió en Sochi a Angela Merkel, quien ya llevaba dos años como canciller alemana. En el prolegómeno de la reunión, con la prensa sacando fotos, el ruso llamó a Konni, su labradora retriever negra. Merkel mira con incomodidad y sonrisa forzada. Le tiene pánico a los perros desde que le mordió uno en 1995, relata el periodista finlandés Arvo Tuominen, autor del libro Putin. La historia completa. La propia Merkel comentaría la maniobra en una entrevista en 2014 con The New Yorker: «Entiendo por qué tiene que hacer eso. Necesita probar que es un hombre. Está asustado de su propia debilidad. Rusia no tiene nada, no tiene una política exitosa o una economía exitosa. Todo lo que tienen es eso».

Para cuando su rostro apareció en la portada de Time, Putin ya había salido del redil occidental. «Putin es un chico malo, pero ha hecho cosas extraordinarias», resumió el director ejecutivo de la conocida revista estadounidense, Richard Stengel, al anunciar la decisión.

Cuarta operación especial: Make Russia Soviet Again

En 1983, Vladímir Putin contrajo matrimonio con Lyudmila Putina, quien fue su esposa hasta 2013 y con quien tiene dos hijas. La pedida de mano fue poco tradicional: «Mira, cariño, tienes que saber que mi carácter es complicado. Imagino que habrás tomado una decisión sobre nosotros». Por un momento, ella pensó que la estaba dejando, reconoció Lyudmila al periodista ruso Oleg Blotsky en su libro Vladímir Putin: camino al poder, considerado una obra de la propaganda rusa, pero también una de las escasas fuentes disponibles para arrojar luz sobre la personalidad del líder ruso. En su luna de miel, la pareja irá a Ucrania, en un viaje en el que conocerán Kiev, Lviv y Crimea. Ese «lugar especial» al que siempre quiso volver.

Pero en 2008, el terreno no estaba todavía preparado. Quizás podría haber forzado la maquinaria para eliminar los límites a la reelección que le impedían presentarse de nuevo (cosa que hizo modificando la Constitución en 2020), pero prefirió enrocarse. Un movimiento político clave para alargar y profundizar su poder en la Federación. Aunque cedió la candidatura presidencial a Dmitry Medvedev, nadie pensó ni por un momento que él fuera quien estaba al mando. A las dos horas de jurar como presidente, Medvedev nombraba primer ministro a su patrón.

Al escritor ruso Vladímir Sorokin le gusta hacer la analogía con el final de la trilogía de El Señor de los Anillos, del novelista británico J.R.R. Tolkien. Cuando Frodo Bolsón llega por fin al Monte del Destino para destruir el anillo único que ha traído tanta guerra y sufrimiento, en un último instante sucumbe a su poder y decide guardarlo para él. Putin también había prometido a sus compatriotas reformas políticas, elecciones libres y alternancia presidencial. «¡No tengo intención de aferrarme a esta silla!», llegó a asegurar. Pero, como Frodo, se acostumbró al poder. «El Anillo fatal del Poder Ruso ya estaba en su dedo y estaba haciendo su trabajo insidioso; un monstruo imperial comenzó a tomar su lugar», escribió en una columna para The Guardian.

Putin va abandonando los rasgos pragmáticos y racionalistas que habían guiado el grueso de su política exterior

Durante ese tiempo, Putin dirigió en la sombra la ofensiva de cinco días contra Georgia, donde Rusia invadió el país para reconocer la independencia unilateral de las repúblicas de Abjasia y Osetia del Sur (bajo el argumento de proteger a los rusos que viven en esas áreas). Además, manejó reformas económicas, militares y policiales en las que aprovechó, según sus opositores, para hacerse una de las personas más ricas del mundo. Volvió a ganar la presidencia en 2012 con un 65% de los votos en unas elecciones marcadas por las denuncias de fraude y cientos de detenidos en las protestas el día de su asunción, que ya venían repitiéndose desde las regionales de 2011. El Putin que vuelve no tiene nada que ver con el que llegó. Tiene una nueva operación especial: hacer Rusia imperial otra vez.

Putin va abandonando los rasgos pragmáticos y racionalistas que habían guiado el grueso de su política exterior. Ahora recurre sistemáticamente a intervenciones militares en el exterior como forma de reafirmar y legitimar su poder un interno cada vez que su respaldo se resiente. Cada vez más, vemos a un líder supersticioso, obsesionado con las efemérides gloriosas y un creciente culto a la personalidad. “Vladímir Putin se ha centrado en explotar leyendas históricas para cumplir sus propósitos geopolíticos”, apunta Felshtinsky.

Testimonio de este nuevo cinismo geopolítico es una columna que publicó en 2013 en The New York Times (precisamente un 11 de septiembre) sobre la intervención estadounidense en Siria: «Es alarmante que una intervención militar en conflictos internos en países extranjeros se ha convertido en una práctica habitual para Estados Unidos. ¿Beneficia esto los intereses a largo plazo de América? Lo dudo. Millones en el mundo cada vez ven más a América no como un modelo de democracia sino dependiente únicamente con la fuerza bruta, uniendo coaliciones bajo el eslogan o estás con nosotros o contra nosotros».

«Putin tiene un discurso para todos, ya seas de derechas o de izquierdas»

Un año después, en 2014, Moscú apoyaría a los movimientos separatistas ucranianos en Donetsk y Lugansk, y se anexionaría ilegalmente Crimea. Ucrania llevaba una década, desde las Revolución Naranja y el Euromaidán de 2004, alejándose de Rusia y acercándose a Europa. Pero muchos ven en la intervención militar una respuesta a la abrupta caída de su popularidad en 2013 —a mínimos históricos—, que se recuperó meteóricamente tras la intervención a más del 70% de opiniones positivas, su nivel más alto desde 2011, según los estudios del centro Levada, una de las firmas demoscópicas más fiables del país.

Las operaciones especiales se sucederían desde entonces, militares, como en la guerra civil siria o en algunos teatros africanos; y encubiertas, como sus esfuerzos por influir en las elecciones estadounidenses, los frecuentes ataques cibernéticos vinculados a los objetivos de Moscú o las operaciones de desinformación masiva en todo tipo de temas. La imagen de Putin crece en la escena mundial, al tiempo que se desdibuja. Ya nadie sabe bien qué piensa o qué busca exactamente el jefe del Kremlin.

«Putin tiene un discurso para todos, ya seas de derechas o de izquierdas. Hay un putinismo de izquierdas que opina que es necesario para la buena salud del mundo tener un contrapeso geopolítico a la hegemonía estadounidense y al imperialismo capitalista; también hay un putinismo de derechas, una suerte de bonapartismo que prima al estadista fuerte y sólido; finalmente, hay un putinismo identitario, que denuncia la decadencia de nuestras sociedades y aboga por volver a las raíces cristianas de nuestra civilización», relataba el periodista de investigación francés Nicolas Hénin a El Confidencial.