La prohibición de los talibán de que las mujeres accedan a la Universidad las aboca a matrimonios prematuros y forzosos en Afganistán
Yalda Kohi aún no ha cumplido los 30 y dice que ya no tiene futuro. Desde su casa en Kabul, esta profesora universitaria accede a hablar por teléfono con LA RAZÓN para transmitir lo que están viviendo las mujeres afganas. Ella lleva casi un mes encerrada en su domicilio. La toma del poder por parte de los talibán en agosto de 2021 provocó el cierre del centro privado en el que impartía clases de Lengua Inglesa. Se las apañó para seguir trabajando en una organización no gubernamental y, en secreto, enseñaba a chicas que estaban a punto de terminar el instituto. Sin embargo, la prohibición del 24 de diciembre de que las mujeres trabajaran en ONG locales y extranjeras acabó con su última oportunidad de hacer algo útil. Cuatro días antes, la población universitaria femenina en su totalidad fue vetada de las aulas.
«Es muy difícil explicar lo que sentí cuando se confirmó que mis alumnas no iban a poder continuar con su educación, que iban a obligarlas a permanecer en sus casas y nada más. Primero fue un ‘shock’, luego vino la depresión. Todos los sueños, las metas que ellas tenían y por las que habían peleado tanto habían terminado».
Yalda sigue en contacto con muchas de sus estudiantes a través de mensajes de texto. Le trasladan su desesperanza y le cuentan sus temores, los planes que otros están haciendo por ellas ahora que les han robado el poder de decidir: «Me escriben para contarme que sus familias las han obligado a casarse porque no hay absolutamente nada que hacer, ninguna forma de salir adelante. Ellas no quieren, claro, y yo trato de consolarlas. Estas bodas no las hacen felices, lo que quieren es estudiar». La situación económica en el país, que es terrible, junto al pánico de los padres a que los talibán se lleven a las solteras que aún viven bajo su techo, ha acelerado estas uniones por conveniencia. Las toman como el mal menor.
Esta profesora asegura que sus padres (ambos docentes) también se lo han planteado, tanto a ella como a su hermana pequeña. Su madre la aprieta para que tome una decisión lo antes posible. Todos en su familia están en paro. De ganarse bien la vida han pasado a la ruina más absoluta y se están gastando todos sus ahorros: ninguna tiene ingresos y los precios están desmadrados.
Por el momento, Yalda se está resistiendo. A veces, cuando la casa se le cae encima, sale a la calle como un gesto de rebeldía. «Para no tener la sensación de que me he rendido, salgo a pasear y veo a otras mujeres que dan vueltas sin rumbo, dejando pasar el tiempo. En casa no hay nada que hacer, pero fuera tampoco. No hay ningún sitio al que ir, todo está cerrado, todo está prohibido. Ni colegio, ni universidades, ni centros de belleza. Nada. En algunas áreas de Kabul los talibán paran a las mujeres y les preguntan qué hacen en la calle, a dónde van. O detienen a los coches en los que hay chicas para interrogarlas. A mí también me ha pasado y les digo que voy a casa de unos parientes. Muchas dicen que van al hospital». No lleva burqa, lleva un vestido largo, pañuelo y mascarilla. Reconoce que le da miedo no llevarlo, pero que no quiere hacerlo y, de momento, se mantiene firme. Lo que no ha hecho ha sido acudir a manifestaciones porque cree que pondría en peligro de muerte a sus familiares.
Cuando se queda entre cuatro paredes, trata de mantenerse ocupada estudiando los libros que tiene a mano. Usa el ordenador y a veces escribe en las redes sociales sobre la situación que vive su país. Sin embargo, reconoce, nada le relaja, nada le sirve. No logra sentirse útil ni feliz. Le da vueltas todo el rato a cómo se presenta su futuro y qué debería hacer, lo mismo que sus antiguas alumnas. «Yo las animo a que no se den por vencidas, que la situación puede cambiar en el futuro y han de estar preparadas. Que no pierdan la esperanza. La verdad es que hay ocasiones en las que no puedo evitar echarme a llorar al ver que todo ha acabado para ellas, que no podrán llegar a donde querían. Es muy, muy, triste. Las conozco bien a todas».
Algunas de esas chicas han logrado darse de alta en formaciones online, pero no todas pueden porque no tienen internet: «Hay muy pocas maneras de seguir y ellas lo saben. Están muy deprimidas. Sienten que, una vez más, las mujeres afganas hemos perdido. No hay que olvidar que son chicas muy jóvenes, necesitan estar activas, salir de casa, ir a algún sitio para estudiar o trabajar. Hacer algo con sus vidas».
Hay momentos en los que se reprocha haber vuelto. Se dice a sí misma que debió quedarse en EE UU, donde terminó su formación. Con su hermano pasa las horas ideando vías de escape, fórmulas para dejar Afganistán y seguir estudiando en otro país europeo, quizá en Reino Unido. Su familia, muy bien avenida, se tira días enteros hablando de lo único. Comen juntos y repasan lo que está ocurriendo, se entretienen con juegos de mesa, ven la tele, planean qué hacer, cómo escapar y continuar con su vida.
Yalda Kohi no carga contra el resto del mundo por haberlas abandonado porque «sabemos que hay muchas mujeres que nos defienden en la ONU para que continúen las ayudas que nos mantienen con vida». Tampoco echa de menos más apoyo de los hombres en su país: «Los chicos han sido educados de otra manera, tienen la mente abierta y no están de acuerdo con lo que está pasando, pero no pueden levantar la voz porque sus vidas están también en juego. Como las nuestras. Si dicen algo, los persiguen, los capturan y los encarcelan o los hacen desaparecer. No pueden hacer otra cosa».