El hundimiento del trumpismo por Vicente Vallés

Después de varios años de investigaciones periodísticas del diario The Washington Post sobre el caso Watergate, llegó el día en el que el presidente Richard Nixon tuvo un momento de lucidez, asumió que había llegado el final y llamó a su secretario de Estado. “Henry, -dijo Nixon a Kissinger- tú no eres un judío ortodoxo, y yo tampoco soy un cuáquero ortodoxo, pero tenemos que rezar”. El presidente se puso de rodillas en el suelo y Kissinger, sorprendido y sin ningún entusiasmo, se sintió obligado a hacer lo mismo. Ambos pronunciaron sus oraciones. Kissinger se incorporó de inmediato, pero Nixon permaneció de rodillas. Lloraba como un niño, mientras preguntaba a su Dios, y se preguntaba a sí mismo, “¿qué he hecho? ¿Qué ha pasado?”. Nixon dimitió unos días después. A pesar de su personalidad casi autodestructiva y del ego inabarcable que se supone a alguien obsesionado con el poder, Nixon supo que su tiempo había terminado.

Donald Trump solo ha tenido estos días un mínimo acceso de lucidez para atender las recomendaciones de sus abogados, que intentan evitar un proceso judicial que acabe con el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos en la cárcel. Ese es el motivo por el cual sesenta y seis días después de las elecciones, aceptó por fin que habrá un nuevo presidente el día 20 de enero. Y tuvieron que pasar 48 horas para que condenara la violencia de sus hordas fanáticas contra el Congreso de los Estados Unidos, temeroso de que los fiscales le acusen de ser el instigador de tal revuelta golpista. Y no sería difícil demostrarlo ante un tribunal con solo escuchar las palabras de Trump delante de sus fieles, apenas una hora antes del asalto: “¡Después de esto (el mitin), caminaremos hasta allí y yo estaré con vosotros! ¡Iremos! ¡Vamos hacia el Capitolio!”. Horas después, con cientos de trumpistas dentro del Congreso, su líder les pidió que se marcharan a casa, pero también les dijo que “os quiero; sois especiales”.

El día de su toma de posesión, Donald Trump juró, como hacen todos los presidentes, “preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos”. Pero su mandato ha sido una sucesión de ataques a la ley y a la democracia. Es lo que se puede esperar de un populista, sea de derechas -como Trump- o de izquierdas. Sea en Estados Unidos o en Europa. A pesar de esto -o, precisamente debido a esto- un sondeo de urgencia realizado por Yougov detectó que el 45% de los republicanos entrevistados apoyaba la violencia desatada contra el Capitolio. Cuando se alimenta el fanatismo, el fanatismo engorda.

Hoy asistimos al hundimiento del trumpismo. Su forma de mandar -que no de gobernar- hizo fortuna en Estados Unidos y ha tenido réplicas más o menos exitosas en otros países, también en España. Ahora, el episodio del Congreso americano ha sido el punto de ebullición del populismo. Ha ocurrido en el país que es una democracia desde el mismo día de su fundación, y que ha asistido a relevos en el poder a través de las urnas durante más de dos siglos, incluso en tiempo de guerra. Trump quiso que ese proceso ordenado de transición del poder terminara ahora, y algunos de sus fieles con escaño en el Senado o en la Cámara de Representantes trataron de ayudarle con un intento de insurrección para evitar que se diera validez a la decisión de los ciudadanos en las elecciones de noviembre. Pero ante esa tentativa dentro del Congreso, asistida por la revuelta que llegaba desde fuera, las instituciones democráticas se han impuesto. Otra vez.

Sin embargo, nunca se puede asegurar que la próxima intentona vaya a fracasar también, porque la democracia no es como el sol, que sale cada mañana. Es un bien a preservar y no podemos dar por seguro que vaya a durar eternamente. En especial, cuando el populismo de ambos extremos del espectro político lanza ataques continuos, utiliza las redes sociales a discreción y consigue el apoyo de millones de personas en las urnas.

Lo que ocurre estos días en Washington es el estrambote de una forma de hacer política tan exitosa como peligrosa, consistente en privilegiar el odio a quien se considera como enemigo, que es todo aquel que no piensa igual. Y ejemplos de ese odio -que cruza de lado a lado- se nos acumulan cada día en nuestro propio país. Es el precio que pagamos por el creciente fanatismo que vomita su resentimiento hacia los demás en Twitter y que alcanza los despachos del poder por su crecimiento electoral. Pero también, porque partidos que siempre fueron moderados se muestran ahora dispuestos a alcanzar acuerdos de gobierno con quienes tienen como objetivo real descomponer los acuerdos democráticos entre diferentes. Que nadie olvide cómo termina la fábula del escorpión y la rana.