Valores familiares VIII: La lucha contra la mediocridad. Un reto apasionante.

 

Los artículos anteriores tienen la finalidad de proporcionar información a padres, profesores y alumnos tratando de que los criterios que se exponen les ayuden a pensar. Claro que conocer la realidad, la verdad y la bondad de las cosas y de las personas, sitúa al ser humano en la necesidad de actuar. No basta saber; el saber es para obrar, para hacer lo que conviene, porque es bueno y verdadero. Aunque cueste esfuerzo y haya que rectificar.

En el ámbito de la familia. Los primeros responsables de la educación de los hijos son los padres, que quieren para ellos lo mejor. Quieren que sus hijos destaquen, que tengan una fuerte personalidad y que se labren un futuro prometedor. Quieren que sean buenos, trabajadores, honrados. Quieren que sean felices. Pero esos deseos, en muchos casos, hoy no se cumplen. Más bien, la sociedad y las familias pueden estar instaladas en lo que podemos llamar un estado, permanentemente aceptado, de superficialidad y de mediocridad. Por tanto, conviene que, en primer lugar en el ámbito de la familia, se reflexione sobre ello para proceder a detectar, y en su caso a rectificar lo necesario, para salir de ese estado que impide el desarrollo armónico de la personalidad de sus hijos.

¿Qué es la mediocridad? Podemos decir que lo mediocre no destaca en cantidad ni en calidad, no es ni bueno ni malo. Puede ser una conducta humana saturada de moderación burguesa o de rutina. Puede ser un trabajo impresentable, que no tiene una calidad mínima para que se le considere trabajo humano. Pueden ser unos objetivos educativos tan alicortos que no valga la pena luchar por conseguirlos. Puede ser una actitud ante la vida tan pobre que le falte fuerza para acometer algo verdaderamente valioso.

Lo mediocre se queda a mitad de camino. Una educación familiar mediocre, por ejemplo, no compensa el esfuerzo para que sea correspondido desde el protagonismo educativo del hijo. Así, algunos padres se quejan de los pobres o nulos resultados educativos conseguidos en sus familias, resultados que, en su opinión, no corresponden a sus esfuerzos. Y no se dan cuenta que los grandes esfuerzos pueden hacerse compatibles con la mediocridad por falta de calidad, por incoherencia, por olvido de lo esencial, por inseguridad. Además, algunas costumbres, algunas modas generalizadas, vividas en medio de una actividad trepidante, refuerzan la tendencia a la mediocridad en el comportamiento humano.

Mejorar el ambiente. Si consideramos la familia como el ámbito dónde se vive y se crece en valores, es innegable que el ambiente exterior perjudica a la familia. La sociedad actual es hedonista (sólo ofrece la satisfacción de los sentidos y de los deseos: lo que apetece); es materialista (poseer y disfrutar de bienes materiales); egoísta (cada uno va a lo suyo) y es permisiva (el relativismo imperante hace posible que lo bueno o malo, lo verdadero o falso dependa exclusivamente de lo que crea, piense o sienta cada individuo). No hay valores permanentes; cada cual posee los suyos y son tan cambiantes como los deseos y las modas del momento. Se crean estilos de vida y modos de pensar y actuar que siguen los modelos que aparecen en tantos programas de televisión al uso. No es extraño, por tanto, que sólo ofrezca vulgaridad, superficialidad y mediocridad. Y estos programas se ven y sirven de tema de conversación.

Pero, si la familia es el entorno de afecto adecuado a la dignidad de la persona humana, la mediocridad no tiene lugar en ese ámbito. O, lo que es lo mismo, los primeros responsables de las familias no pueden hacer pactos con la mediocridad. Dicho en positivo, “para toda persona con responsabilidades familiares la lucha contra la mediocridad puede ser un reto apasionante”. Veamos cómo.

Para algunos padres, estando de acuerdo ambos, su primer objetivo educativo es éste: “lograr que sus hijos e hijas tengan conciencia de que la sociedad es de ellos”. Y, ¿cómo se consigue? Primero reflexionando con sus hijos sobre la realidad de la sociedad actual, reconociendo que la culpa de que sea tan poco presentable es de la generación anterior, la de los padres. Ante esta situación, sin embargo, no caben lamentaciones, porque ya no tiene remedio. Ahora bien, procurarán hacerles ver que son ellos los que tienen que arreglar la sociedad. Y, si no empiezan, desde ya, a tomar cartas en el asunto, se van a encontrar con un mundo peor, y además se lo van a dar hecho. Los padres deben entender que si no van poniendo sobre los hombros de cada uno de sus hijos la responsabilidad de su propia vida y de la sociedad en la que viven, la superficialidad y mediocridad ambiental se los comerá.

Su gran instrumento pueden ser las tertulias familiares. Allí surgirán sus planteamientos sociales y, para concretarlos, harán de la propia familia la primera sociedad. Su objetivo, hacer de su casa un lugar de ensayo de ciudadanía. Y, así, los hijos ayudan, colaboran. Que su reto ¿es el estudio? Bien, pero como descanso pueden coger el aspirador; cambian de tercio, y ayudan a la familia.

Otro modo de aprender a contribuir con aportaciones propias, por ejemplo, es iniciarles a escribir notas de prensa para enviarlas a los medios de comunicación donde se manifieste el acuerdo o desacuerdo sobre cuestiones de actualidad que unas veces ayudan a mejorar a la sociedad y otras veces la confunden y perjudican. No se debe estar en silencio ante los atentados a la verdad, a la justicia, al honor y buen nombre de personas o instituciones que tan a menudo se cometen con la única finalidad interesada de manipular la opinión pública.

Y los padres pueden ayudar dirigiendo esas actividades. Es hacer – hacer. Antes motivan, mediante anécdotas, ideas y responsabilidades, para que los hijos descubran de lo que son capaces y lo valiosa que es su aportación. Además de servir para aprender a escribir bien, una carta escrita por un niño tiene mayor impacto en el director del periódico y en los lectores. Y, con su ejemplo, les estimulan para que tengan valor para hacerlo.

Claro está que, en primer lugar, los padres deben fomentar la intimidad personal (crecer en valores) y familiar (incrementar los valores familiares), pero, también, el estar abiertos a los demás. Hay que procurar ir por delante, dar ejemplo en lo que se exige. Los hijos tienen que ver como los padres gastan su tiempo, ellos dos, en asuntos de mejora del ambiente, les duela la cabeza o no y, muy posiblemente, les imitarán. De este modo, por lo menos se aumenta el prestigio familiar de los padres. Y la lucha contra la mediocridad sigue siendo su reto.

Al menos, darse cuenta. Síntomas de mediocridad pueden observarse también en familias que “no van mal”; al menos mientras no surjan problemas serios en la conducta de uno de sus miembros o en las relaciones familiares. Será el caso de las familias a las que, aparentemente, no les falta de nada. Cuando aparece el problema se dan cuenta de lo que les falta: que no han sabido educar para la vida feliz a sus hijos. No han sabido enseñarles para que cuando tengan una dificultad puedan vencerla y sepan resurgir de sí mismos, sin desánimo y con esperanza.

Las preguntas obligadas son: ¿Qué hemos hecho? Y, sobre todo, ¿qué no hemos sabido hacer?

Es cierto que muchas familias pueden tener unos objetivos educativos claros y estos ser correctos, pero los medios que ponen para alcanzarlos se pueden ir diluyendo en la monotonía de la vida, bien por no estar suficientemente atentos, al estar invadidos por el sopor del mundo circundante, o bien porque no se plantean siquiera que lo material pudiera ser un obstáculo para que sus hijos consigan alcanzar sus objetivos espirituales y humanos. Y, pueden pensar: si el mundo progresa ¿por qué no aprovechar el progreso? Y se termina no teniendo en cuenta que no se puede confundir las progresiones que pretenden lograr utilizando el mismo modo (lo material) para incrementar los caudales procedentes de distintas fuentes (lo espiritual y humano). Lo material sirve para incrementar lo material. Pero, lo estrictamente humano y espiritual se alimenta por otros medios.

No es infrecuente escuchar a padres decir: “cosas como las que ahora pasan, eso pasarán a otros, a nosotros no”.Estábamos satisfechos”… ¡Lo hacíamos tan bien…! Les hemos dado todo, lo mejor: dedicación, cariño, diálogo, comprensión, buenos alimentos, juguetes, caprichos; tuvieron todo lo que nosotros no tuvimos; les hemos solucionado problemas antes de que estos se presentaran; les hemos limpiado la calle de la vida para que no encontraran obstáculos al pasar. Pero, cuando se les presenta un problema observan como su hijo, o su hija, está en un mar de confusiones, en un pozo. No saben salir, ni tampoco los padres saben cómo ayudarles. No saben lo que quieren, ni lo que está bien porqué está bien, o lo que está mal porqué está mal. No tienen ilusión. No tienen ganas de luchar o ¿no saben? Si, eso puede ser. No saben. No saben manejar sus impulsos. No saben encajar las agresiones externas. ¡Todo ha estado tan bien resuelto!

Al final, los padres pueden llegar a comprender que lo peor es haberles servido los valores mezclados, sin enseñarles que hay diferencia entre lo humano y lo material. Estos casos, tan frecuentes hoy, pueden servir, al menos, para darse cuenta, y siempre es tiempo para volver a empezar. O para rectificar.