«Si me hubieran desconectado no habría tenido la oportunidad de ver crecer a mi hijo»

Con 40 años, Antonio había vivido demasiado rápido. Conocía al dedillo el ambiente de la noche, nunca había faltado a una buena juerga, había trabajado lo suyo, recorrido mundo… Puede que no se hubiera cuidado todo lo que debiera, pero ni más ni menos que cualquiera. En 2013, le detectaron un cáncer de colon transverso, una neoplasia complicada que, después de cirugía y quimioterapia, superó. En abril de 2018, le volvieron a llevar al hospital por una pequeña intervención y, al regresar a casa, empieza «a hablar tonterías».

«Decía tales incoherencias que mi mujer se asustó y nos fuimos de vuelta al hospital», explica este madrileño de 49 años. «Me ingresaron de inmediato porque tenía una encefalopatía hepática. Mi hígado había dejado de funcionar y las toxinas habían pasado al torrente sanguíneo, y de ahí al cerebro. Al final, hice septicemia y entré en coma durante un mes. Tuve un fallo multiorgánico con numerosas complicaciones: peritonitis, hemorragia digestiva alta, insuficiencia renal, hepática y respiratoria, ascitis, obstrucción intestinal…».

A los 30 días, Antonio recuerda despertarse en cierto momento, sin saber cuánto tiempo. Pero fue poco, porque la infección se le vuelve a complicar y le inducen un coma para protegerle de mayores daños. «No mejoraba, nada funcionaba y, en determinado momento, los médicos de la UCI le dicen a mi mujer que esto es el final, que no pueden hacer nada más por mí. Argumentan que nada de lo que hagan puede hacerme mejorar, que seguir tratándome sería ensañamiento terapéutico y que me van a desconectar en un par de días. Además, le dijeron que, en caso de que tuviera crisis (momentos en los que empeoraba dentro de la gravedad) no iban a tratarlas tampoco. Mi mujer no sintió que tuviera ninguna opción alternativa, no se resignaba internamente pero no sabía qué más podía hacer. Esto sucedió un lunes, y se supone que me iban a desconectar el miércoles. Era definitivo».

El martes, antes de que los médicos hicieran la visita a la familia para informarles, su suegro «se cuela» en la UCI (en un horario fuera del permitido) y ve a Antonio con los ojos abiertos. «Mejoré, desperté y mejoré. No se sabe ni cómo ni por qué, los médicos no podían darme ninguna explicación a lo sucedido, solo me felicitaban y me decían que las recuperaciones repentinas, sencillamente, ocurren. Y ese fue mi caso, la vida me dio una segunda oportunidad, cuando ya estaba desahuciado».

Pero, además de repentina, su recuperación fue casi milagrosa. «Entre los argumentos que le dieron a mi mujer para transmitirle lo poco probable que era que me pudiera despertar y salir de esta, estaba que, en el caso de que pasara, necesitaría trasplantes de varios órganos. Hoy por hoy, mis órganos funcionan perfectamente y está totalmente descartado que lo necesite». «He cambiado todos mis hábitos: no fumo, no bebo, me alimento sano y hago deporte; Si de mí depende, mis órganos van a seguir funcionando muchos años más. Doy gracias todos los días por esta nueva oportunidad que me ha dado la vida de poder estar con mi mujer y ver crecer a mi hijo de 9 años. Y de haberme recuperado un día antes de que me desconectaran». Esta semana, por fin ha vuelto a su trabajo.

Lo que le pasó a Antonio es algo que, sencillamente, ocurre. «La medicina no es una ciencia exacta, pero casi», explica Teodoro Grau, medico intensivista que, junto a su equipo, atendió el caso en la UCI del Hospital 12 de Octubre. «Es el día a día de los que trabajamos en cuidados intensivos: pacientes que no responden a ningún tratamiento y, sin explicación alguna, se recuperan después de un mes, de dos. Imagínese la cantidad de personas a las que les ha pasado durante esta pandemia. Y lo que nos queda», señala. «Antonio tenía muy pocas expectativas de vida, muy mal pronóstico. Como se hace siempre, antes de tomar la decisión de limitar su soporte vital (el término técnico como el que se denomina la decisión terapéutica de dejar de aplicar tratamiento a una persona que no ha respondido al mismo durante un determinado periodo de tiempo) lo debatimos un grupo de especialistas, y luego lo compartimos con la familia. Su situación era muy complicada, medicamente, no había posibilidad de que se despertara y, en el caso de que lo hiciera, lo que su estado nos indicaba es que lo haría con gravísimas secuelas, tan graves que quizá no pudiera salir adelante. Eso es lo que le comunicamos a su mujer, y también que, si durante esos días tenía nuevos episodios de empeoramiento, no íbamos a tratarle. Esto es lo que en medicina se llama no incurrir en ensañamiento terapéutico que, aunque literalmente suene muy agresivo, es buena praxis, ya que se decide cuándo el tratamiento que se está aplicando es fútil y, lejos de mejorar su calidad de vida, solo puede empeorarla», añade Grau.

«Lo único que puedo decir ante el caso de Antonio, además de la gran alegría que fue que se recuperara, es que ningún ser humano tiende a la muerte. Eso es así, y los que nos dedicamos a esto, lo sabemos. La gente, al límite de sus fuerzas, inconsciente, desahuciada por la imposibilidad de sacarla adelante, al menos por parte de la ciencia, lucha y sigue luchando cada por cada aliento de vida. Nadie quiere morir». ¿Qué hubiera pasado si el caso de Antonio se hubiera producido con la ley de la eutanasia ya aprobada? Posiblemente hoy no podría contarlo.