El Papa Francisco llama a volver a Dios Padre

Homilía del Santo Padre

Cuando leo o escucho este pasaje del profeta Oseas que hemos escuchado en la primera lectura [que dice]: “Vuelve Israel, al Señor, tu Dios, vuelve”, cuando lo escucho, recuerdo una canción que cantaba Carlo Buti hace 75 años y que se escuchaba con tanto placer en las familias italianas de Buenos Aires: “Vuelve con tu papá”. La canción de cuna todavía te cantará. Vuelve: pero es tu padre quien te dice que vuelvas. Dios es tu papá, no es el juez, es tu papá: “Ven a casa, escucha, ven”. Y ese recuerdo – yo era un niño pequeño – me lleva inmediatamente al padre del capítulo 15 de Lucas, ese padre que dice: “Vio a su hijo venir desde lejos”, ese hijo que se había ido con todo el dinero y lo malgastó. Pero, si lo vio de lejos, fue porque lo estaba esperando. Subía a la terraza – ¡Cuántas veces al día! – durante días y días, meses, años tal vez, esperando a su hijo. Lo vio de lejos. Vuelve con tu papá, vuelve con tu padre. Él te espera. Es la ternura de Dios la que nos habla, especialmente durante la Cuaresma. Es el tiempo de entrar en nosotros mismos y recordar al Padre o volver a tu padre.

“No, Padre, me avergüenzo de volver porque… Ya sabe Padre, he hecho cosas feas, he hecho muchas cosas feas…”. ¿Qué dice el Señor? “Vuelve, yo te curaré de tu infidelidad, te amaré profundamente, porque mi ira se ha alejado. Seré como el rocío; tú florecerás como un lirio y echarás raíces como un árbol del Líbano”. Vuelve con tu padre que te está esperando. El Dios de la ternura nos curará; nos curará de muchas, muchas heridas de la vida y de muchas cosas feas que hemos hecho. ¡Cada uno tiene lo suyo!

Pero pensar esto: volver a Dios es volver al abrazo, al abrazo de nuestro padre. Y pensar en esa otra promesa que hace Isaías: “Si tus pecados son tan feos como la escarlata, te haré blanco como la nieve”. Él es capaz de transformarnos, Él es capaz de cambiar nuestros corazones, pero quiere que demos el primer paso: volver. No es ir a Dios, no: es volver a casa.

Y la Cuaresma siempre se centra en esta conversión del corazón que, en el hábito cristiano, toma forma en el sacramento de la Confesión. Es el momento para – no sé si para “ajustar las cuentas”, no me gusta eso – dejar que Dios nos blanquee, que Dios nos purifique, que Dios nos abrace.

Sé que muchos de ustedes, por Pascua, van a confesarse para encontrarse con Dios. Pero muchos me dirán hoy: “Pero Padre, ¿dónde puedo encontrar un sacerdote, un confesor, por qué no puedo salir de casa? Y yo quiero hacer las paces con el Señor, quiero que me abrace, quiero que mi padre me abrace… ¿Qué puedo hacer si no encuentro sacerdotes?”. Haz lo que dice el Catecismo. Es muy claro: si no encuentras un sacerdote para confesarte, habla con Dios, que es tu padre, y dile la verdad: “Señor, he hecho esto, esto, esto… Perdóname”, y pídele perdón de todo corazón, con el Acto de Dolor y prométele: “Me confesaré después, pero perdóname ahora”. E inmediatamente volverás a la gracia de Dios. Tú mismo puedes acercarte, como nos enseña el Catecismo, al perdón de Dios sin tener un sacerdote a la mano. Piensa en ello: ¡es el momento!  Y este es el momento adecuado, el momento oportuno. Un acto de dolor bien hecho, y así nuestra alma se volverá blanca como la nieve.

Sería bueno que hoy en nuestros oídos resonara este “vuelve”, “vuelve a tu papá, vuelve a tu padre”. Te espera y hará fiesta.