Educar en la Fe VIII: El sacramento de la Penitencia y la Reconciliación III

El Sacramento de la penitencia fue instituido por Cristo para la remisión de los pecados cometidos después del bautismo. Y por precepto eclesiástico es obligatorio confesar los pecados mortales por lo menos una vez al año, si se está en peligro de muerte o si se ha de comulgar. Este sacramento fue ya prefigurado y preparado en el Antiguo Testamento, pues Dios estableció una alianza de amor con el pueblo de Israel, y cuando éste se apartó de esa alianza para servir a los ídolos y a sus pasiones desordenadas, lo llamó encarecidamente a la conversión por medio de los profetas.

Jesús, durante su ministerio público, no dejó de llamar también a sus contemporáneos a la penitencia, pues les decía: “El Reino de Dios está cerca. Convertíos y haced penitencia”. Y no se comentó con la sola invitación. Después de resucitar y antes de subir al cielo, dijo a sus apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 22-23). Y con esas palabras otorgó a los apóstoles y a sus sucesores el poder y la misión de perdonar a sus hermanos.

El Sacramento de la penitencia, aunque naturalmente nos cuesta reconocernos pecadores, es el sacramento de la misericordia. En él Dios nos manifiesta el inmenso amor que nos tiene, pues como buen Padre nos acoge y perdona cada vez que le decimos humildemente: “He pecado contra ti”. Y con la certeza moral del perdón, nos concede también la paz y la alegría, y nos dona las gracias que necesitamos para ser fuertes ante las futuras tentaciones.

La confesión ha de ser siempre sincera y veraz, es decir, que ha de hacerse sin engaño ni mentira, sin aumentar ni disminuir los hechos de que nos acusamos, declarando lo cierto como lo cierto y lo dudoso como dudoso. Ha de ser integra, o sea, completa, manifestando todos los pecados graves cometidos desde la última confesión bien hecha, sin callar ninguno por vergüenza, ni las circunstancias que cambian la especie del pecado.

La confesión ha de ser, además, humilde, es decir hecha con sencillez, sin excusar los pecados y sin arrogancia; prudente, en palabras y circunstancias, sin herir la delicadeza ni descubrir a nadie; y breve, es decir con las palabras necesarias.

Para hacer una buena confesión es necesario realizar estos cinco pasos:

1º Examen de conciencia. Preguntarnos sobre los pecados cometidos, por acción o por omisión, desde la última confesión. (Recordar los mandamientos de la Ley Dios, de la Iglesia y los Pecados capitales nos ayudarán a realizar esta revisión).

2º Dolor de los pecados o sincero arrepentimiento de haber ofendido a Dios porque nos ama tanto o, al menos, por tratar de evitar las penas del infierno.

3º Propósito firme y sincero de no volver a pecar, contando con la con la ayuda de Dios.

4º Decir todos los pecados al confesor. Expresando su número lo más aproximadamente posible y las circunstancias que cambian la especie del pecado.

5º Cumplir la penitencia lo antes posible. (El confesor impone una penitencia que el penitente ha de satisfacer como testimonio de reparación del daño causado).

La confesión podemos llamarla también el sacramento de la alegría “porque hay más alegría en el Cielo por un pecador que se arrepiente que por cien justos” y por el gozo y la paz que experimenta el que se ha reconciliado con Dios y siente la fuerza de su perdón y de su Amor.

Prepararnos para hacer frecuentemente buenas confesiones, es prueba de un corazón sensible, que quiere permanecer unido a Jesús y sentir el abrazo y el perdón del Padre. Encomendarnos a nuestra Madre Santa María para que nos ayude a recibir con fruto este Sacramento nos ayudará a realizarlo con humildad y sencillez.

Acércate al confesor y como saludo dile “Ave Maria Purísima” el responderá “Sin pecado concebida”, seguidamente, di tus pecados con la seguridad de que es el Señor el que te escucha con cariño y te anima a seguir peleando para superar tus debilidades y te otorga su Gracia para vencer en la lucha por serle siempre fiel.