El increíble caso de la mujer “de corcho”

En menos de doce años, entre mayo de 1925 y diciembre de 1937, se registraron 14.726 enfermos en el Despacho Médico del Santuario de Fátima. Solo en 1938, el año de mayor afluencia de afectados, se contabilizaron 1.639 personas recibidas en el recinto del Santuario, donde se enclavaba entonces un hermoso hospital, por los llamados Siervos de Nuestra Señora de Fátima. El caso de Margarita María Reixeira Lopes fue uno de los más excepcionales jamás registrados allí. Miembro de una distinguida familia de los arrabales de Louzada, Margarita María sufrió en propia carne una enfermedad terrible, por culpa de la cual, y según la gráfica expresión del médico que la trató, «parecía revestida de corcho». Tenía el cuerpo entero recubierto de tumores… ¡más de quinientos! Para colmo de males, se le formó una úlcera en el estómago que ninguno de los más reconocidos galenos de Oporto sabía cómo paliar, por más cuidados que se le dispensasen. Bastó con que ella viajase a Fátima el 13 de octubre de 1928, once años después del milagro del sol, para que Margarita María quedase curada en el mismo instante de recibir la bendición con el Santísimo Sacramento.

Por si quedaba alguna duda, el doctor Mendes de Carvalho declaró el 20 de noviembre del mismo año que su paciente «no conserva ya rastro alguno de las antiguas enfermedades». Y hablando de tumores, María José dos Santos Nunes, de veintiocho años y natural de Alcohete, experimentó los primeros síntomas de tuberculosis pulmonar en mayo de 1914. A finales de 1925, el mal se agravó con fuertes achaques intestinales. Y en enero de 1929, le sobrevino por si fuera poco una enfermedad cerebral. Avisado de urgencia el célebre especialista portugués Egas Moniz, reconoció poco después a la familia que nada podía hacerse ya por la enferma: «Se trata –dijo, resignado– de un tumor cerebral y dentro de pocos días la pobre morirá de forma horrible. Solo un milagro puede salvarla…». Al cabo de dos días, en efecto, la paciente sufrió dos graves crisis. La segunda se prolongó cuatro interminables horas, durante las cuales la infortunada se debatió entre dolores y convulsiones atroces. Apiadándose de ella, el médico asistente comentó a la familia, desolado: «Si continúa así, rueguen al Señor para que se la lleve cuanto antes». Sus familiares recurrieron entonces a la Virgen de Fátima y, tras empapar unos pañuelos en el agua del Santuario, se los aplicaron a la enferma en la cabeza. La moribunda recobró el conocimiento enseguida y permaneció estacionaria durante los días siguientes.

Algo inexplicable

Una de aquellas tardes, sobre las 18:30 horas, y tras hacer el voto de acudir a Fátima en peregrinación de acción de gracias si la Virgen la curaba, sucedió algo inexplicable que la propia enferma relataba así: «Sentí un grado de confianza –escribía María José dos Santos– que jamás había experimentado en toda mi vida. Avisé a mi hermana, mi infatigable enfermera, y le rogué que rezase conmigo el Rosario a Nuestra Señora de Fátima. Antes de empezar, le dije en un arrebato de fe y llorosa, como estaba: “Madre mía Santísima, alivia y cura mis males”. Acto seguido, sorbí un poco de agua de Fátima… ¡Ah! Lo que experimenté en aquel preciso instante no puedo describirlo con palabras… Proferí un grito prolongado… Mi familia acudió alarmada al oírlo, situándose alrededor de mi cama. Entonces les dije, sonriente: “¡No lloréis más: la Santísima Virgen me ha escuchado! ¡No siento ya dolor alguno! ¡Estoy curada!” Los gritos no fueron más que un desahogo».

El médico daba fe del milagro el 8 de abril de 1929: «Convencido de que la enferma viviría muy poco –reconocía el doctor Egas Moniz después de la segunda crisis tan violenta–, y de que sería muy escaso el alivio que yo podría proporcionarle, no volví a visitarla hasta ocho días después. La paciente se halla ahora, en cambio, en óptimas condiciones. Ha recobrado sus facultades y resulta evidente su mejoría hasta en el aparato respiratorio». La Virgen de Fátima siguió actuando con otros de sus enfermos predilectos: los niños. Una chiquilla ciega y muda exclamó así, de repente, aquel mismo día: «¡Mamá! ¡Veo y oigo!». Y asiendo con sus manecitas la medalla de Nuestra Señora de Fátima que llevaba colgada al cuello, la contempló maravillada por primera vez en su vida. Juanito, con solo cuatro años, quedó ciego y mudo en noviembre de 1924. El médico le diagnosticó «meningitis cerebroespinal» y aseguró que tenía los días contados. Pero veinticuatro horas después de beber agua de Fátima, curó.

«¡Está muerta!»

Emilia Martins Baptista, natural de Sâo Tiago de Aldreu (Barcelos), también sufrió su propio Gólgota. Llevaba ya seis años sin moverse de la cama, hasta el punto de anhelar más que nada en el mundo poner los pies en Fátima. Así que se recolectó el dinero necesario para alquilar un automóvil y, solo así, Emilia pudo partir hacia Fátima, acompañada de la enfermera y de dos hermanas suyas, el 13 de octubre de 1928. En un momento dado, tras examinarla y tomarle el pulso, uno de los médicos exclamó: «¡Está muerta!». Pero Francisca Fitipalda, sierva de Nuestra Señora de Fátima e italiana de origen, observó de repente que revivía.

La fecha:

1928
Margarita María Reixeira Lopes sufrió una enfermedad terrible, por culpa de la cual, y según la gráfica expresión del médico que la trató, «parecía revestida de corcho».

El lugar:

Fátima
Pese a tener el cuerpo entero cubierto con más de quinientos tumores, quedó curada en el mismo instante en que recibió la bendición con el Santísimo Sacramento.

La anécdota:

La Virgen de Fátima siguió actuando con otros de sus enfermos predilectos: los niños. Una chiquilla ciega y muda exclamó así, de repente: «¡Mamá! ¡Veo y oigo!».

«¡Está muerta!»

Emilia Martins Baptista, natural de Sâo Tiago de Aldreu (Barcelos), también sufrió su propio Gólgota. Llevaba ya seis años sin moverse de la cama, hasta el punto de anhelar más que nada en el mundo poner los pies en Fátima. Así que se recolectó el dinero necesario para alquilar un automóvil y, solo así, Emilia pudo partir hacia Fátima, acompañada de la enfermera y de dos hermanas suyas, el 13 de octubre de 1928. En un momento dado, tras examinarla y tomarle el pulso, uno de los médicos exclamó: «¡Está muerta!». Pero Francisca Fitipalda, sierva de Nuestra Señora de Fátima e italiana de origen, observó de repente que revivía.