Educar en la Fe XV: El sacramento del Orden II

La Ordenación episcopal da la plenitud del sacramento del Orden, hace al Obispo legítimo sucesor de los Apóstoles, lo constituye miembro del colegio episcopal, compartiendo con el Papa y los demás obispos la solicitud por todas las Iglesias, y le confiere los oficios de enseñar, santificar y gobernar. El obispo, a quien se confía una Iglesia particular, es el principio visible y el fundamento de la unidad de esa Iglesia, en la cual desempeña, como vicario del Señor Jesús, el oficio pastoral, ayudado por sus presbíteros y diáconos.

El Obispo consagrado no recibe orden nuevo, pero sí, la plenitud del sacerdocio. El sacerdocio es común a presbíteros y obispos, pero solamente los obispos pueden administrar ordinariamente la Confirmación. Sólo el obispo tiene poder para transmitir el sacerdocio y ordenar a nuevos ministros del Señor. Como también, solo el con otros dos obispos consagrantes, pueden investir a un sacerdote o presbítero con el poder episcopal. Con el Papa comparte las graves responsabilidades de la dirección de la Iglesia.

La unción del Espíritu marca al presbítero con un carácter espiritual indeleble, lo Configura a Cristo sacerdote y lo hace capaz de actuar en nombre de Cristo Cabeza. Como cooperador del Orden episcopal, es consagrado para predicar el Evangelio, celebrar el culto divino, sobre todo la Eucaristía, de la que saca fuerza todo su ministerio, y ser pastor de los fieles.

Aunque haya sido ordenado para una misión universal, el presbítero la ejerce en una Iglesia particular, en fraternidad sacramental con los demás presbíteros que forman el “presbiterio” y que, en comunión con el obispo y en dependencia de él, tienen la responsabilidad de la Iglesia particular.

El diácono, configurado con Jesús siervo de todos, es ordenado para el servicio de la Iglesia, y lo cumple bajo la autoridad del obispo, en el ministerio de la palabras, el culto divino, la guía pastoral y la caridad. En cada uno de sus tres grados, el sacramento del Orden se confiere mediante la imposición de las manos sobre la cabeza del ordenando por parte del obispo, quien pronuncia la solemne oración consagratoria. Con ella, el obispo pide a Dios para el ordenando una especial efusión del Espíritu Santo y de sus dones, en orden al ejercicio de su ministerio. Corresponde a los obispos válidamente ordenados, en cuanto sucesores de los Apóstoles, conferir los tres grados del sacramento del Orden.

Sólo el varón bautizado puede recibir válidamente el sacramento del Orden. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del mismo Señor. Nadie puede exigir la recepción del sacramento del Orden, sino que debe ser considerado apto para el ministerio por la autoridad de la Iglesia. Para ello es necesario que tenga vocación, es decir que se sienta llamado por Dios, que el Obispo o el Superior, le reconozca capacitado en ciencia sagrada para ser luz del mundo; pureza de vida en armonía con la santidad del estado sacerdotal. Además, ha de recibirlo en estado de gracia y tener la edad requerida para el caso.

Para el episcopado se exige siempre el celibato. Para el presbiterado, en la Iglesia latina, son ordinariamente elegidos hombres creyentes que viven como célibes y tienen voluntad de guardar celibato “por el reino de los cielos”. (Mt. 19, 12); en las Iglesias orientales no está `permitido contraer matrimonio después de haber recibido la ordenación. Al diaconado permanente pueden acceder también hombres casados.

El sacramento del Orden otorga una efusión especial del Espíritu Santo, que configura con Jesús al ordenado en su triple función de Sacerdote, Profeta y Rey, según los respectivos grados del sacramento. La ordenación confiere un carácter espiritual indeleble: por eso no puede repetirse ni conferirse por un tiempo determinado.