El habito de la obediencia: entre la disciplina y la fortaleza

El termino disciplina originariamente procede de la relación existente entre el discípulo y el maestro, relación que se basaba y, -ha de establecerse también hoy- en la confianza y el aprecio mutuo. De esa simpatía y cariño surge la autoridad del educador y la obediencia del educando. De ahí que se diga, que una persona disciplinada es equivalente a una persona obediente. Aquella que gustosamente realiza las tareas que le pide, aunque le cuesten esfuerzo, su instructor o maestro. Uno es disciplinado si sigue un orden en sus tareas y ellas son las que debe realizar, y no otras. Es el inevitable correlato de coherencia, entre sinceridad, orden y obediencia.

En todo caso, como ya hemos reiterado varias veces, -en el fondo y siempre- es uno mismo el que se obedece a si mismo, sea por propia iniciativa o a instancia de los demás. Si no existe la libertad de obedecer o no hacerlo, no podemos decir que exista este valor de la obediencia.

El espíritu de obediencia exige sinceridad, búsqueda de realizar, lo mejor posible, aquello a que nos hemos comprometido cueste lo que cueste y ello exige fortaleza, una de las cuatro virtudes cardinales. Voluntad de acción, de actuar sin huir ante las dificultades y perseverar en alcanzar los objetivos previstos, exige fortaleza. También la precisa para no dejarse seducir por el atractivo de lo fácil y cómodo; de no dejarse dominar por el atractivo de los sentidos manteniendo bajo control los instintos, emociones y sentimientos.

La falta de confianza en uno mismo, a fuerza de sentirse incompetente y débil, lleva a no saber tomar decisiones y por ende, a no pasar a la acción para hacerlas posibles. Así aparece la impaciencia y el nerviosismo. Al carecer de un programa de acción que le lleve a poner en práctica alguna actuación, siente miedo y el miedo paraliza. De ahí, la abulia, pereza, inconstancia y tendencia a seguir la línea del menor esfuerzo. La dispersión de sus fuerzas mentales y psíquicas debilitan su energía lo que lleva a aumentar la falta de confianza en si mismo y otra vez a empezar la rueda.

Educar la firmeza, la estabilidad, la fortaleza, no es difícil, si se adecua la exigencia con constancia y con el reconocimiento de los progresos del educando en las tareas -al principio- sencillas y de dificultad progresiva. La firmeza se trasmite por contagio y precisa de una gran dosis de comprensión y cariño sin detrimento en la exigencia de la continuidad en el cumplimiento de los objetivos propuestos y posibles. La alegría, el buen humor, otorgan un tanto de entusiasmo y este, hace crecer ante los ojos del educando la certeza de la posibilidad de superar sus objetivos. (Eso se llama tener la moral alta).

“Puede ser que tu no creas en ti mismo pero, los que te queremos creemos en ti”. Trasmitir confianza es transmitir firmeza. Contemplar juntos los logros que cada día se alcanzan y valorarlos en su justa medida, apreciando el esfuerzo que ha sido necesario para obtenerlos, además de ser un hecho de justicia es un gran estímulo para querer seguir peleando por mejorar.

Sobre la firmeza hemos de construir -en nuestro ambiente- un mundo nuevo de amor, sinceridad y autenticidad que ha de hacer felices a las personas que lo habitemos. Sin darnos cuenta se habrá despertado en nosotros un sincero deseo de obedecer con alegría y entusiasmo para lograr un mejor servicio a los demás. Al verlos felices nosotros también lo seremos y, todo, todo, nos parecerá y les parecerá posible porque estaremos enamorados y los enamorados no tienen miedo, tienen valor y fortaleza; optimismo y generosidad y una enorme felicidad que querrán exportar a los demás.

¿Qué hay que hacer para no perder todo esto que hemos alcanzado?.. ¿Veis?…. ¡Ya preguntan!

¡Ya no tienen miedo!… ¡Es que quieren obedecer!