Federico Jiménez Losantos: «Si expulsas la lengua española, expulsas la idea de ciudadanía española»

El embrión del 1-O se remonta a 1979. «La víbora del nacionalismo es ahora una pitón», advierte Federico Jiménez Losantos. El escritor reedita «Barcelona. La ciudad que fue» (La Esfera de los Libros), memoria de «la libertad y la cultura que el nacionalismo destruyó». Se presenta mañana en el Hotel Wellington de Madrid, con la intervención de Cayetana Álvarez de Toledo y Juan Carlos Girauta, entre otros. «Llegué sobre ruedas de una Vespa y salí sobre ruedas de una ambulancia». En mayo del 81, terroristas de Terra Lliure le pegaron un tiro en la pierna: «Atado a un olivo, muy lorquiano», comenta con humor negro. El Losantos «lerrouxista» y anticatalán estuvo la tarde anterior traduciendo al poeta Roís de Corella para la revista «Diwan».

Su década barcelonesa ejemplifica «cómo se jodió» la Barcelona cosmopolita bajo cuarenta años de nacionalismo. El autor subraya «el microclima libertario, la creatividad, el movimiento gay, el feminismo que no era comunismo disfrazado, la aventura estética del Grupo Trama, las traducciones de Lyotard, el psicoanálisis lacaniano, la revista “Disco Exprés”, donde cobré mi primer artículo, las noches en Les Enfants Terribles… Nos acostábamos a las seis pero luego seguíamos trabajando».

Aquella Barcelona mágica comenzó a apagarse. Jiménez Losantos gana con «Lo que queda de España» el premio de ensayo de El Viejo Topo. «Con la Constitución recién aprobada, la editorial se negó a publicar el libro premiado. Era el nacionalismo de izquierdas. El director de la colección, Biel Mesquida, dimitió y hasta Lluís Llach clamó contra la censura». La socialista Maria Aurèlia Capmany apoyó la prohibición: «Estos tíos ya deberían estar todos fuera», espetó a Mesquida.

El Manifiesto de los 2.300 dio la voz de alerta. «Lo que decíamos entonces se escucha ahora en la ciudadanía catalana que se manifestó el 😯 contra el golpe. Sabemos el número de exiliados del terrorismo vasco, pero no cuánta gente se está marchando de Cataluña», apunta Jiménez Losantos. Cuando vio a una sindicalista de Comisiones disculparse por hablar en español comprendió que la lengua de Cervantes «estaba condenada por la izquierda a la marginación, y el catalán, a convertirse en una herramienta de poder ilimitado y de exclusión social limitada, sobre todo a esas “clases populares” que la izquierda debía defender».

De los firmantes del Manifiesto solo quedaron cuatro. «Cardin vio la fachada de su casa llena de pintadas insultantes, Vázquez Montalbán calificó la denuncia de discriminación lingüística de “broma macabra”… Rubert de Ventós comparó a Amando de Miguel con un ruso de Ucrania y Francesc Vicens con un ocupante».

La anomalía catalana: identificar izquierda y nacionalismo, señala Jiménez Losantos: «El PSUC fue la policía política de Pujol, el pujolismo-leninismo, cuando Rafael Ribó defendió a la burguesía catalana frente a Anguita». Y lo peor, lamenta, «es que los gobiernos de Madrid no se hagan cargo de un problema que hoy se extiende por las Baleares, Valencia, el País Vasco y Galicia. Si expulsas la lengua española, expulsas la idea de ciudadanía española».

Desde aquellas fechas aciagas Jiménez Losantos solo volvió una vez para acompañar a Roca en el Miniestadi del F. C. Barcelona y luego, en los noventa, con la COPE: «Volvía a los lugares de la Barcelona que viví, estuve en el Café de la Ópera y me hice una foto en el banco del Patio de Letras de la Universidad de Barcelona, donde conocí a María, mi mujer». La Barcelona actual, que Esquerra pretende utilizar como punta de lanza del proceso separatista, depende de la contienda entre el tránsfuga Ernest Maragall y la populista Ada Colau: «El uno es un loco, la otra una astuta», acota.

«Nunca es tarde para defender los derechos humanos que las elites catalanas, por comodidad, no han defendido», dice Jiménez Losantos, que nunca olvidará su paso por Barcelona. «Aquella ciudad de los setenta, la mía, la de la calle Hospital, la de la música en la calle, la de los pintores, la del antifranquismo, la del antinacionalismo, la de Tarradellas, la de aquellos años felices de un tiempo encantado, se ha convertido en objeto de rememoración nostálgica, un relicario que invocan los catalanes y españoles que luchan contra la tiranía».