El hombre, imagen de Dios

La dignidad de la persona humana está arraigada (se basa) en su creación a imagen y semejanza de Dios. Dotada de alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de voluntad libre, la persona humana está ordenada, (vinculada) a Dios y llamada, con su alma y su cuerpo, a la bienaventuranza o felicidad eterna. El hombre alcanza la felicidad completa en virtud de la gracia de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, que lo hace partícipe de la vida divina (la misma vida de Dios). En el Evangelio Jesús señala a los suyos el camino que lleva a la felicidad sin fin: las Bienaventuranzas. La gracia de Jesucristo obra en todo hombre que, siguiendo la recta conciencia, busca y ama la verdad y el bien, y evita el mal.

Las Bienaventuranzas son el centro de la predicación de Jesús; recogen y perfeccionan las promesas de Dios, hechas a partir de Abraham. Dibujan el rostro mismo de Jesús, y trazan la auténtica vida cristiana, desvelando al hombre el fin último de sus actos: la felicidad eterna. Las Bienaventuranzas responden al innato deseo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre, a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer.

La felicidad eterna consiste en la visión de Dios en la vida eterna, cuando seremos en plenitud “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4), de la gloria de Jesús, el Hijo de Dios y del gozo de la vida de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La felicidad eterna sobrepasa la capacidad humana; es un don sobrenatural y gratuito de Dios, como la gracia que nos conduce a ella. La promesa de la felicidad eterna (bienaventuranza) nos sitúa frente a opciones morales decisivas respecto de los bienes terrenales, estimulándonos a amar a Dios sobre todas las cosas.

La libertad del hombre

La libertad es el poder dado por Dios al hombre de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar de este modo por si mismo acciones deliberadas (conscientemente elegidas). La libertad es la característica de los actos propiamente humanos. Cuanto más se hace el bien, más libre se va haciendo también el hombre. “La verdad os hará libres” La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios. Bien supremo y Bienaventuranza nuestra. La libertad implica también la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. La elección del mal es un abuso (mal uso) de la libertad, que conduce a la esclavitud del pecado.

La libertad hace al hombre responsable de sus actos, en la medida en que estos son voluntarios; aunque tanto la imputabilidad como la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas o incluso anuladas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia soportada, el miedo, los afectos desordenados y los hábitos. El derecho al ejercicio de la libertad es propio de todo hombre, en cuanto resulta inseparable de su dignidad de persona humana. Este derecho ha de ser siempre respetado, especialmente en el campo moral y religioso, y debe ser civilmente reconocido y tutelado, dentro de los límites del bien común y del justo orden público.

Nuestra libertad se halla debilitada a causa del pecado original. El debilitamiento se agrava aún más por los pecados sucesivos. Pero Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, “nos liberó para ser libres” (Ga 5,1). El Espíritu Santo nos conduce con su gracia a la libertad espiritual, para hacernos libres colaboradores suyos en la Iglesia y en el mundo.

La moralidad de los actos humanos depende de tres fuentes: del objeto elegido, es decir, un bien real o aparente; de la intención del sujeto que actúa, es decir, del fin por el que se lleva a cabo la acción; y de las circunstancias de la acción, incluidas las consecuencias de la misma.

El acto es moralmente bueno cuando supone, al mismo tiempo, la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. El objeto elegido puede por si solo viciar una acción, aunque la intención sea buena. No es lícito hacer el mal para conseguir un bien. Un fin malo puede corromper la acción, aunque su objeto sea en si mismo bueno; asimismo, un fin bueno no hace buena una acción que de suyo sea en si mismo mala, porque el fin no justifica los medios. Las circunstancias pueden atenuar o incrementar la responsabilidad de quien actúa, pero no puede modificar la calidad moral de los actos mismos, porque no convierten nunca en buena una acción mala en si misma.

Hay actos cuya elección es siempre ilícita en razón de su objeto (por ejemplo, la blasfemia, el homicidio, y el adulterio). Su elección supone un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral, que no puede ser justificado en virtud de los bienes que eventualmente pudieran derivarse de ellos.