Creo en la vida eterna

La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Jesucristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final. El juicio particular es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno recibe de dios en su alma inmortal, en relación con su fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al infierno. El juicio particular es verdad de fe declarada por Jesús cuando dijo: Estad siempre preparados, porque a la hora menos pensada vendrá el Hijo del hombre para juzgaros (Lc. XII, 40).

Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación , son reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), viven en comunión de amor con la Santísima Trinidad e interceden por nosotros. Dios es el cielo de los bienaventurados y sin Él no existiría. Cuando Jesús enseñó a los Apóstoles a orar, empezó diciendo. “Padre nuestro que estás en los cielos…” El mismo Señor, cuando venga a juzgar a la humanidad, dirá a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino celestial que os está preparado desde el principio del mundo” (Mt. XXV, 34). Hablándoles de las persecuciones que sufrirían, les dijo: “Alegraos, regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os espera en los cielos” (Mt. V, 12). Y al joven que aspiraba a la vida eterna, le contesto: “Si quieres ser perfecto, anda, y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo” (Mt. XIX, 21).

El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza. En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia. Van al purgatorio todas las almas que tienen culpas leves que expiar o alguna pena temporal que satisfacer. En el cielo no entra nada impuro, por lo tanto los que mueren con pecados veniales, o con pecados mortales bien confesados, pero cuya pena temporal correspondiente no han satisfecho del todo, tienen que purificarse en el purgatorio. Esto quiso manifestar Jesús cuando dijo que de ese lugar nadie saldría hasta pagar el último maravedí (Mt. V, 26) (Lc. XII, 59).

El infierno consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quién únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Jesús mismo expresa esta realidad con las palabras: “Alejaos de mi, malditos al fuego eterno” (Mt. 25, 41). Van al infierno todos aquellos que en el momento de la muerte están en pecado mortal, del cual no se han arrepentido ni se arrepienten. Jesús compara al hombre en pecado mortal al sarmiento cortado de la vid, el cual se seca y es echado al fuego (Jn. XV, 6). El que muere separado de Dios, eternamente quedará separado de Él. Sólo se condenan los que quieren, porque “Dios no quiere la muerte del pecador, es decir, su condenación, sino que se convierta y viva” (Ezeq. XXXIII, 11), y por eso da a todos gracia suficiente para que se salven.

El juicio final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá respecto “de los justos y de los pecadores” (Hch.24, 15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular. El juicio final sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el día y la hora. Después del juicio final, el universo entero, liberado de la esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Jesús, inaugurando “los nuevos cielos y la tierra nueva” (2P3, 13). Así se alcanzará la plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización definitiva del designio salvífico de Dios de “hacer que todo tenga a Jesús por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10). Dios será entonces “todo en todos” (1 Co 15, 28), en la vida eterna.

La palabra hebrea Amén, con la que termina también el último libro de lla Sagrada Escritura, algunas oraciones del Nuevo Testamento y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, significa nuestro “sí” confiado y total a cuanto confesamos creer, confiándonos totalmente en Aquel que es el “Amén” (Ap 3, 14) definitivo: Jesús de Nazaret el Señor.

P.Juan José Arrieta