Creo en la resurrección de la carne

La expresión “resurrección de la carne” significa que el estado definitivo del hombre no será solamente el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida. Al fin del mundo todos los hombres resucitarán, es decir, que las almas volverán a juntarse con sus cuerpos respectivos. El hombre es materia y espíritu, cuerpo y alma que la muerte separa y la resurrección unirá para toda la eternidad. El término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y mortalidad. Todos hemos de morir. El cuerpo es el ámbito donde reside el alma del hombre y por ser espíritu simple no puede morir. El alma es eterna desde su creación.

“La carne es soporte de la salvación” (Tertuliano). En efecto, creemos en Dios que es el Creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la Carne, perfección de la Creación y de la redención de la carne. Así como Jesús de Nazaret ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el último día, con un cuerpo incorruptible. La resurrección de la carne es verdad revelada por Dios y contenida en las Sagradas Escrituras. Tiempo vendrá, dice Jesús en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios y saldrán: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5, 29).

Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, este cae en la corrupción, mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando éste resurja transformado en la segunda venida del Señor. No tenemos aquí mansión permanente, dice San pablo, pero vamos en busca de la futura (Hebr. XIII, 14). Desde el momento que Dios crea a un hombre, tiene éste delante de sí dos vidas: una temporal y pasajera, y otra fija y eterna. La primera es una mezcla de alegrías, dolores y amarguras, y es en sí una antesala de la segunda y verdadera vida, que es eterna, dichosa y plena para todos aquellos que mueran en amistad con Dios. Morir en Cristo Jesús significa morir en gracia de Dios, sin pecado mortal. Así el creyente en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, siguiendo su ejemplo, puede transformar la propia muerte en un acto de obediencia y de amor al Padre. “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él” (2 Tm 2, 11).

El cuerpo resucitado es el propio cuerpo, es decir, el mismo cuerpo que perteneció al alma durante toda la vida terrena, se trata no de una reencarnación, sino de una resurrección. Las almas humanas, hechas para informar un cuerpo, conservan la relación con éste, que así como estuvo unido a ellas durante la vida terrena, deberá luego participar de la situación eterna. Después de la resurrección de los cuerpos no habrá ya más cambio, sino que cada hombre permanecerá en su estado definitivo por toda la eternidad; es decir, no habrá ya nueva separación del alma del cuerpo. Los cuerpos resucitados son, en ese sentido, inmortales e incorruptibles.

La resurrección es un acontecimiento escatológico, un acto de omnipotencia divina, por el que se realizará la consumación de la humanidad y, con ella, del mundo entero para dar lugar a una tierra nueva y a un cielo nuevo. Comprender cómo tendrá lugar la resurrección sobrepasa la posibilidad de nuestra imaginación y entendimiento.