8-O: El hombre que dio voz a la mayoría silenciosa

Tras años de monopolio independentista en la calle, la mayoría silenciosa en Cataluña decidió alzar la voz el 8 de octubre. Justo una semana después del 1-O, el constitucionalismo se echó masivamente a la calle en una demostración de fuerza histórica que rompió todas las expectativas y asestó un golpe de efecto al «procés». El momento obligaba a una reacción instantánea y arriesgada que permitiera atajar el desenfreno secesionista –Puigdemont se disponía a declarar la independencia pocos días después– y Societat Civil Catalana activó, entre grandes titubeos, toda su maquinaria –escasa– 24 horas después. La entidad constitucionalista celebró una Junta Directiva y, de sus 15 miembros, solo tres (Álex Ramos, José Rosiñol y Xavier Marín) apostaron firmemente por responder con una manifestación para el domingo, que luego se convirtió en abrumadoramente multitudinaria: congregó más de un millón de personas.

La decisión no era fácil y, según explican ahora sus principales impulsores, muchas voces procedentes de distintos sectores –incluidos PSC, PP y Cs, los tres partidos constitucionalistas– trataron de disuadirlos al considerarlo una iniciativa de alto riesgo. En el fondo, suponía medirse con el independentismo civil, mucho más experimentado y movilizado y en pleno apogeo tras el 1-O, y una baja participación hubiera arrojado una dura derrota para un constitucionalismo en horas bajas. Pero había elementos que invitaban a la esperanza: la sociedad civil, desacomplejadamente, había empezado a engalanar sus viviendas con banderas españolas para contrarrestar las esteladas, empezaron a surgir iniciativas espontáneas cargadas de humor, como la de Jaume Vives con su Manolo Escobar desde el balcón, y Societat Civil Catalana contaba entre sus filas con un experimentado miembro en la organización de movilizaciones de gran envergadura: Xavier Marín –es el responsable de Expansión Territorial en la entidad–.

Marín empezó a bregarse en el activismo político combatiendo el franquismo a finales de los años 60, algo que le costó detenciones y torturas. Se erigió en uno de los organizadores de la huelga general del metal en abril del 1976 y lo mismo hizo un año y medio más tarde, el 23 de octubre de 1977, cuando Josep Tarradellas aterrizaba en el Prat en su regreso del exilio: Marín, desde el Partido del Trabajo, colaboró activamente en la multitudinaria marcha celebrada. Así, puso este bagaje en la dirección de movilizaciones a disposición de Societat Civil Catalana para el 8-O: a lo largo de toda la semana se encargó de la organización –de todos los aspectos logísticos– aunque la sociedad civil se lo puso fácil con la gran cantidad de voluntarios que se alistaron.

Todo eran, por tanto, señales positivas, aunque pretendían ser contrarrestadas marrulleramente por el independentismo. Desde TV3 hasta la Asamblea Nacional Catalana (ANC), todos los resortes del separatismo se activaron para intentar abocar la movilización al fracaso. En este sentido, en uno de sus informativos, la televisión pública catalana, 24 horas antes de la marcha, situaba a Sociedad Civil Catalana como la organizadora, aunque no dudaba en colocar como cómplices a Falange o Plataforma por Cataluña, una evidente maniobra de desprestigio. Pero no solo fue TV3, sino que también empezó a circular por diferentes medios y redes informaciones de parecida índole para intentar desmovilizar. El presidente de la entidad, José Rosiñol, ahora recuerda a este diario que reivindicaron la autoría de la concentración, precisamente, para subrayar su carácter transversal y que pudiera alinear a todas las organizaciones favorables al respeto del marco constitucional, representadas políticamente por PP, PSC, Cs y algunos simpatizantes de los «comunes» –capitaneados por el ex secretario general del PCE, Paco Frutos, o el propio Marín–. El lema de la manifestación invitaba a ello –«La revolució del Seny»– .

Por su parte, la Asamblea Nacional Catalana o el cantautor Lluís Llach desafiaron a Sociedad Civil Catalana reclamando al independentismoque el domingo por la mañana nadie saliera a la calle para demostrar y retratar que el constitucionalismo «está solo» –Llach llegó a tildar a los manifestantes de «buitres»–. También separatistas anónimos impulsaron una campaña de desinformación o Arran llegó a amenazar con colapsar el espacio de la marcha para boicotearla.

No obstante, a pesar de todas las trabas, el resultado fue radiantemente exitoso y la protesta se erigió en un mensaje rotundo que impactó de lleno en los planes rupturistas de Puigdemont y los dirigentes secesionistas. De hecho, solo 48 horas después, al Govern le entraron las dudas y el 10 de octubre tuvo lugar la Declaración Unilateral de Independencia fallida. Todo fue posible también, gracias al redoblado esfuerzo de los dirigentes de Societat Civil Catalana, que se endeudaron para poder financiar los costes, y la ola de voluntarios que no dudaron en apoyar económica o materialmente la organización de la manifestación –pequeños empresarios hicieron donaciones o costearon anuncios publicitarios–. Lo que no hizo la entidad, en ningún caso, a diferencia de lo que hace el independentismo, fue homogeneizar a los manifestantes con la venta de indumentaria y banderas. El objetivo de la entidad, como resume Rosiñol, era congregar a las diferentes sensibilidades que conviven en el seno del constitucionalismo. Lo que sí se exigió era que «no aparecieran ni banderas preconstitucionales ni anticonstitucionales» ni tampoco se dieron instrucciones sobre las consignas a gritar.

Pero la cadena de solidaridad no solo provino de los organizadores y participantes, sino también de algunos rostros visibles. En los parlamentos finales, dos invitados ilustres como el actual ministro de Exteriores, Josep Borrell, y el premio Nobel, Mario Vargas Llosa, intervinieron de forma altruista –no se tuvo que costear ni desplazamientos ni alojamientos, aseguran los organizadores–.

Asimismo, la primera gran demostración de fuerza del constitucionalismo también fue rica en anécdotas, que dan buena muestra del apelativo mayoría silenciosa. Una de ellas fue recogida por algunos de los participantes procedentes de Gerona: el tren en el que se desplazaba hacia Barcelona iba lleno, sin embargo nadie extrajo una bandera española hasta pisar la capital catalana. Una vez allí, uno sacó la «rojigualda» y todos en cadena replicaron con el mismo gesto.