Real Madrid 98 – Baskonia 91

Hay instantes que cambian destinos, que despiertan gigantes, que fabrican campeones. Hasta el descanso, el Real Madrid divisaba al Baskonia con la impotencia del que afronta una muralla. Cada intento de escalarla se convertía en una odisea de la que salía mal parado. Le ocurrió en el duelo inicial de la final y durante casi toda la primera mitad del segundo (146 puntos encajados hasta ahí). Pero algo hizo click en el paso por vestuarios. Entonces apareció la agresividad, la mejor versión del grupo de Pablo Laso, el que se impuso con asombrosa determinación en la reciente Final Four. Un ciclón para dejar de piedra al rival y para viajar a Vitoria con tablas en la final.

Hasta ese momento, Pedro Martínez siempre había encontrado respuesta a los arreones blancos. Respuestas de las que escuecen, de las que frustran. Pero esta vez fue un colapso significativo (pese al maquillaje final), como si los pensamientos hubieran viajado antes de tiempo al Buesa Arena. Un parcial en contra de 18-3 tras el descanso como si todo su espíritu rebelde hubiera abandonado a los baskonistas.

Porque si el Madrid se propuso dar un golpe en la mesa desde el amanecer, el plan le salió del revés. El Baskonia, con la inercia del primer envite, lograba descifrar otra vez ese arma tan poderosa que poseen los blancos para los momentos de urgencia. Ante el juego enfurecido, Pedro Martínez encaja y responde con contundencia, castigando los riesgos que toma el rival. A eso se unió un acierto brutal de los visitantes, como poseídos, lanzados (22-33).

Lesión de Voigtmann

Venía de encajar el Madrid 94 puntos, lo que nunca en en Wizink en toda la temporada, y se encontró con 33 para empezar. Un golpe también moral. Aunque no todo eran buenas noticias para los vitorianos, que vieron como se quebraba el tobillo derecho de Voigtmann al pisar en su caída a Doncic, pieza clave (no volvió a la pista). Apretó en defensa el campeón de Europa, que logró dar la vuelta al marcador (43-40) con un afinado Thompkins, aunque Janning seguía a lo suyo -cinco de cinco en triples al descanso, 9 de 13 en total el Baskonia-. El partido era una batalla indomable y Vildoza un tormento.

Hasta que el giro copernicano del guión. El Madrid, cual Thomas Shelby, hizo funcionar su plan justo a tiempo de que todo se desmoronara, pues el 0-2 en la final hubiera sido un suicidio, irreparable. Encontró un quinteto sin fisuras, al fin de vuelta el desparpajo bien enfocado de Campazzo, el dominio absoluto de Doncic, el pegamento de Causeur (un tipo que hace jugar bien al resto), la finura de Thompkins y la intimidación de Tavares. Ante eso, la noche.

De repente, todo se acabó. Y el Madrid, con la buena cara de Ayón y Carroll, acabó pensando en que se va cumpliendo su hoja de ruta motivacional de la previa, el precedente de la serie de cuartos de la Euroliga contra el Panathinaikos. Ha recuperado la alegría y la confianza, aunque ahora los duelos se trasladan al Buesa, desde el domingo. Y aún hay jugadores lejos -o demasiado lejos, como Anthony Randolph, que ni siquiera saltó a pista en el segundo- de su mejor versión.