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La carrera de la exjugadora francesa estuvo marcada por grandes éxitos deportivos, pero una serie de circunstancias personales le llevaron a tomar un camino marcado por el acercamiento a la religión
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Para aquellos que llevan siguiendo el tenis desde hace años, el nombre de Mary Pierce les resultará familiar. Nació en Montreal en el año 1975, se crio en Estados Unidos y en sus años como profesional decidió representar a Francia, el país de origen de su madre.
La carrera tenística de Pierce estuvo marcada por grandes éxitos deportivos. Sin embargo, una serie de desafíos personales y profesionales transformaron su vida de manera profunda.

El talento de Pierce con una raqueta en la mano quedó claro desde el principio y eso le llevó a llegar al profesionalismo con relativa facilidad. Pero su camino hacia la élite no fue sencillo, ya que su padre, Jim Pierce, fue una figura dictatorial que ejercía un control inflexible sobre su carrera deportiva y vida profesional.
La tensión entre ambos fue in crescendo y a Mary Pierce no le quedó otra opción que denunciar públicamente a su padre y esa medida provocó que Jim Pierce fuera vetado de los torneos y de su entorno profesional.
Ese episodio marcó un antes y un después en su vida y a Pierce no le quedó otra que iniciar una nueva etapa alejado de su padre, algo que no le importó demasiado, ya que, a pesar de todos los obstáculos, consiguió ganar dos títulos de Grand Slam: el Open de Australia en 1995 y Roland Garros en 2000.
El título en París fue especialmente significativo y, además de eso, fue finalista en otros dos majors y alcanzó el tercer puesto del ranking WTA, la mejor clasificación de su vida, gracias a un estilo de juego basado en la potencia y una capacidad para sobreponerse a las adversidades asombrosa.
Pierce tuvo éxito en las pistas. No obstante, las lesiones marcaron su carrera deportiva y en 2006, durante un partido en Linz (Austria), sufrió una rotura de ligamento cruzado. Esa dolencia marcó el resto de su vida tenística y, aunque intentó regresar, las secuelas físicas y emocionales la obligaron a retirarse definitivamente del tenis.
Inició un proceso de transformación personal
Una vez colgada la raqueta, y alejada de los focos y la presión del circuito WTA, Mary Pierce decidió cambiar su vida de manera radical e inició un proceso de transformación personal que la acabó reconciliando con su padre Jim.
Pierce quería sanar viejas heridas familiares y con el tiempo lo acabó consiguiendo. Sin embargo, el cambio de su vida fue, sobre todo, espiritual. Su acercamiento a la religión le llevó a encontrar un sentido de paz y armonía que no había experimentado en el tenis profesional.
Esa convicción hizo que la tenista francesa decidiera irse a vivir a las Isla Mauricio, donde estuvo varios años y colaboró de manera activa en labores misioneras y de ayuda social. Su personalidad cambió radicalmente y decidió viajar por varios países de Asia para participar en proyectos humanitarios y contarle su testimonio a jóvenes y comunidades necesitadas.
Esas experiencias le marcaron de por vida y en el año 2019 entró en el Salón de la Fama del tenis internacional, un lugar reservado, única y exclusivamente, para las grandes leyendas del deporte de la raqueta.
No obstante, Mary Pierce ha comentado en varias ocasiones que su mayor logro en la vida no tuvo que ver ni con los títulos ni con la fama, sino con esa transformación interior que sintió al olvidarse del rencor y al dedicarse a hacer felices a las personas. «Quería hacer lo mejor para el Señor», reconoció la extenista francesa en una de sus múltiples entrevistas.