La decisiones difíciles que necesitamos para evitar más apagones

El problema no son las renovables en sí, sino nuestra capacidad para integrarlas de forma segura en la red actual

Hay silencios que duelen más que otros. El silencio eléctrico que se abatió sobre España el pasado 28 de abril fue uno de ellos. Para mí, no fue solo la constatación de nuestra fragilidad como sociedad moderna, sino un eco doloroso, casi personal, de advertencias que quizás no supimos escuchar a tiempo. Sentí un escalofrío que me transportó cuarenta años atrás, a 1985, cuando un grupo de ingenieros, entre los que me contaba, pusimos en marcha Red Eléctrica de España (REE). Nacimos con un propósito claro: ser los guardianes de la estabilidad del sistema, garantizar ese flujo vital como un bien público esencial, por encima de cualquier otra consideración.

Ver el sistema colapsar de esa manera, saber de las horas de angustia ciudadana y del esfuerzo titánico de los operadores en las salas de control para devolverle el pulso al país, me obliga, desde la responsabilidad que siento por haber estado allí en los inicios, a compartir una reflexión. No busco culpables, sino aportar claridad, ayudar a entender las raíces profundas de lo ocurrido para que podamos reconstruir sobre bases más firmes. Porque el apagón, aunque doloroso, no fue, desde mi punto de vista, una sorpresa total. Fue la manifestación de derivas y olvidos que vengo observando, con creciente preocupación, desde hace tiempo.

He dedicado mi vida profesional a este sistema. He visto su evolución, desde la robustez de las grandes centrales hasta la complejidad actual, marcada por la necesaria y bienvenida irrupción de las energías renovables. Una transformación que aplaudo, pero que nos enfrenta a desafíos técnicos inmensos. La red actual, con su alta penetración de electrónica de potencia y su menor inercia rotacional, es intrínsecamente más sensible, más nerviosa. Gestionarla requiere una inteligencia y una anticipación que, me temo, no hemos cultivado con el mismo ahínco con el que hemos instalado paneles y molinos.

El problema no es la tecnología renovable en sí, sino nuestra capacidad para integrarla de forma segura. Y aquí es donde empiezan mis preocupaciones. Observo con alarma cómo nuestras herramientas regulatorias y, sobre todo, nuestro modelo económico para retribuir la distribución eléctrica, se han quedado anclados en el pasado, o peor aún, se han desviado de su propósito original. Me resulta inconcebible que en 2025 siguiéramos operando bajo criterios de protección de 1996, y que la propuesta de actualización que la propia REE presentó en 2024 quedara durmiendo en un cajón ministerial. Pero más allá de esta negligencia concreta, me preocupa la filosofía que subyace.

Como ya expuse en análisis anteriores, hemos caído en la trampa de priorizar el «precio» sobre el «valor». La obsesión por controlar la tarifa eléctrica, un objetivo político legítimo, pero limitado, nos ha llevado a un sistema de retribución de la distribución que no incentiva adecuadamente la inversión en lo que realmente importa: la resiliencia, la calidad, la inteligencia de la red. Repartir una bolsa global de ingresos basándose en criterios históricos y opacos, en lugar de remunerar a cada empresa por sus necesidades y esfuerzos reales, es un error conceptual que fomenta el cortoplacismo y desincentiva la excelencia. Hemos permitido que la lógica del mercado, necesaria en otros ámbitos, invada un espacio donde la seguridad y la continuidad del servicio deberían ser sagradas.

«El cierre de los Centros Regionales de Control fue un error estratégico garrafal»

Y esta lógica economicista, me temo, ha tenido consecuencias organizativas devastadoras. Para mí, el ejemplo más doloroso es el desmantelamiento de los Centros Regionales de Control (CRC). Aquellos centros eran la inteligencia distribuida del sistema, los ojos y oídos pegados al territorio, capaces de detectar y atajar problemas localmente antes de que escalaran. Su cierre, justificado en nombre de una supuesta eficiencia centralizadora, fue, en mi opinión, un error estratégico garrafal. Amputamos una parte vital de nuestra capacidad de supervisión y respuesta, nos hicimos voluntariamente más ciegos y más lentos. Y sospecho que esa decisión, como otras, estuvo influida por la misma presión por reducir costes que emana del modelo económico.

Desde mi perspectiva, el apagón del 28 de abril no puede entenderse sin conectar estos puntos. No fue un fallo técnico aislado, ni una simple demora administrativa, ni un problema puramente económico. Fue la consecuencia de una interacción perversa entre una red técnicamente más compleja, un marco económico con incentivos erróneos y una estructura organizativa debilitada. Una tormenta perfecta que se gestó durante años por haber olvidado la filosofía fundacional: la electricidad es un servicio público esencial, y su gestión debe regirse por la primacía de la seguridad y el interés general.

Pero no escribo esto desde la nostalgia o la crítica estéril. Lo hago desde la convicción de que podemos y debemos rectificar. La solución no está en buscar parches, sino en un rediseño integral, valiente, basado en principios que nunca debimos abandonar. 

Primero, debemos recuperar la inteligencia distribuida. Argumento con toda mi convicción a favor de recrear una red de Centros Regionales de Control, dotados de la tecnología actual pero imbuidos del espíritu original de supervisión cercana y respuesta ágil. Necesitamos volver a tener ojos y oídos en todo el territorio.

«Necesitamos una reforma de la retribución que deje de mirar solo el coste y empiece a pagar por la seguridad y la resiliencia»

Segundo, es vital tejer la memoria institucional. La experiencia de los operadores, las lecciones aprendidas de cada incidente, el conocimiento acumulado durante décadas… todo eso es un activo estratégico que no podemos permitirnos perder. Urge un plan serio y financiado de Gestión del Conocimiento dentro de REE y del sector.

Tercero, y fundamental, debemos alinear los incentivos económicos con el propósito. Necesitamos una reforma profunda de la retribución que deje de mirar solo el coste y empiece a pagar por la seguridad y la resiliencia. Mecanismos como una remuneración específica para inversiones en resiliencia (RI-Res), una valoración adecuada de la digitalización funcional (RI-Dig) y un incentivo potente que mida el desempeño real en Resiliencia, Digitalización y Flexibilidad (RDF) son herramientas imprescindibles para reorientar las inversiones hacia donde de verdad hacen falta.

Y todo esto debe sustentarse en una brújula estratégica clara. España necesita, de una vez por todas, una Estrategia Nacional de Seguridad Energética, una visión de Estado que defina el rumbo a largo plazo y dé coherencia a todas las políticas y regulaciones, incluyendo el nuevo marco retributivo.

He dedicado mi vida profesional a construir y cuidar este sistema eléctrico. Me duele profundamente verlo vulnerable, saber que pudimos haber evitado la sacudida del 28 de abril si hubiéramos actuado con más previsión, con más memoria. A mis años, siento la responsabilidad de compartir estas reflexiones, fruto de décadas de experiencia.

«La energía que nos mueve requiere inteligencia para gestionarla y coraje para protegerla»

La seguridad de nuestro suministro eléctrico no es negociable. Es la savia que nutre nuestra sociedad y nuestra economía. Requiere una arquitectura compleja y equilibrada, donde la técnica, la economía, la organización y la estrategia se armonicen bajo el principio rector del servicio público.

El apagón fue una lección amarga, pero también una oportunidad. Insto a nuestros responsables políticos, a los reguladores, a los directivos del sector, y a la sociedad en su conjunto, a no desperdiciarla. Necesitamos un debate honesto, profundo, y la valentía para tomar decisiones difíciles, para invertir en seguridad, aunque no sea lo más barato a corto plazo.

La energía que nos mueve requiere inteligencia para gestionarla y coraje para protegerla. Espero, sinceramente, que esta vez estemos a la altura del desafío.