Catequesis del Papa Francisco sobre “Jesucristo, nuestra esperanza”

A continuación, la catequesis del Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles 22 enero sobre “Jesucristo, nuestra esperanza”:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy reanudamos la catequesis del ciclo jubilar sobre Jesucristo, nuestra esperanza.

Al comienzo de su Evangelio, Lucas muestra los efectos del poder transformador de la Palabra de Dios, que llega no sólo a los atrios del Templo, sino también a la pobre casa de una joven, María, que, prometida a José, vive todavía con su familia.

Después de Jerusalén, el mensajero de los grandes anuncios divinos, Gabriel, que en su nombre celebra el poder de Dios, es enviado a una aldea nunca mencionada en la Biblia hebrea: Nazaret. En aquella época era una pequeña aldea de Galilea, en las afueras de Israel, zona fronteriza con los paganos y su contaminación.

Fue allí donde el ángel trae un mensaje de forma y contenido totalmente inauditos, tanto que el corazón de María se estremece, se turba. En lugar del clásico saludo “la paz sea contigo”, Gabriel se dirige a la Virgen con la invitación “¡alégrate!”, “¡alégrate!”, un llamamiento caro a la historia sagrada, porque los profetas lo utilizan al anunciar la venida del Mesías (cf. Sof 3,14; Gl 2,21-23; Zac 9,9). Es la invitación a la alegría que Dios dirige a su pueblo cuando termina el exilio y el Señor hace sentir su presencia viva y activa.

Además, Dios llama a María con un nombre de amor desconocido en la historia bíblica: kecharitoméne, que significa “llena de la gracia divina”. María está llena de la gracia divina. Este nombre dice que el amor de Dios habita y sigue habitando desde hace mucho tiempo en el corazón de María. Dice cuán “llena de gracia” es y, sobre todo, cómo la gracia de Dios ha realizado en ella un cincelado interior, convirtiéndola en su obra maestra: llena de gracia.

Este cariñoso sobrenombre, que Dios da sólo a María, va inmediatamente acompañado de una tranquilización: “¡No temas!”, “¡No temas!”, siempre la presencia del Señor nos da esta gracia de no temer y así le dice a María: “¡No temas!”. “¡No temas!” dice Dios a Abraham, a Isaac, a Moisés, en la historia: “¡No temas!” (cf. Gn 15,1; 26,24; Dt 31,8). Y nos lo dice también a nosotros: “No temas, adelante. No temas”. “Padre, tengo miedo de esto”; “¿Y qué hace usted, cuando…?”; “Perdone, Padre, le digo la verdad: voy a la adivina…”; “¿Usted va a la adivina?”; “Ah, sí: me leen la mano…”. Por favor, ¡no tengas miedo! No tenga miedo. No tenga miedo. Esto es bueno. “Yo soy tu compañero de viaje”: y esto le dice Dios a María. El “Todopoderoso”, el Dios de lo “imposible” (Lc 1,37) está con María, está con ella y junto a ella, es su compañero, su principal aliado, el eterno “yo-contigo” (cf. Gn 28,15; Ex 3,12; Jdg 6,12).

A continuación, Gabriel anuncia su misión a la Virgen, haciéndose eco en su corazón de numerosos pasajes bíblicos que hacen referencia a la realeza y mesianidad del niño que va a nacer de ella y que se presentará como el cumplimiento de las antiguas profecías. La Palabra de lo alto llama a María a ser la madre del Mesías, ese Mesías davídico tan esperado. Ella es la madre del Mesías. No será rey a la manera humana, carnal, sino a la manera divina, espiritual. Su nombre será “Jesús”, que significa “Dios salva” (cf. Lc 1,31; Mt 1,21), recordando a todos y para siempre que no es el hombre quien salva, sino sólo Dios. Jesús es Aquel que cumple estas palabras del profeta Isaías: “No un enviado ni un ángel, sino Él mismo los salvó; con amor y compasión (Is 63,9)”.

Esta maternidad sacude a María desde los cimientos. Y como mujer inteligente que es, es decir, capaz de leer en el interior de los acontecimientos (cf. Lc 2,19.51), busca comprender, discernir lo que sucede. María no busca fuera, sino dentro, porque, como enseña san Agustín, “in interiore homine habitat veritas” (De vera religione 39,72). Y allí, en lo más profundo de su corazón abierto y sensible, escucha la invitación a confiar en Dios, que le ha preparado un “Pentecostés” especial. Como al comienzo de la Creación (cf. Gn 1,2), Dios quiere “empollar” a María con su Espíritu, una fuerza capaz de abrir lo cerrado sin violarlo, sin afectar a la libertad humana; quiere envolverla en la “nube” de su presencia (cf. 1Cor 10,1-2) para que el Hijo viva en ella y ella en él.

Y María se enciende de confianza: es “una lámpara con muchas luces”, como dice Teófanes en su Canon de la Anunciación. Se entrega, obedece, hace sitio: es “una cámara nupcial hecha por Dios” (ibid.). María acoge al Verbo en su propia carne y emprende así la mayor misión jamás confiada a una mujer, a una criatura humana. Ella se pone al servicio: está llena de todo, no como esclava, sino como colaboradora de Dios Padre, llena de dignidad y autoridad para administrar, como hará en Caná, los dones del tesoro divino, para que muchos puedan sacar de él a manos llenas.

Hermanas, hermanos, aprendamos de María, Madre del Salvador y Madre nuestra, a dejarnos abrir los oídos a la Palabra divina y a acogerla y apreciarla, para que transforme nuestros corazones en tabernáculos de su presencia, en hogares hospitalarios donde crezca la esperanza. Gracias.