La DGA tiene concierto con este centro de Tarragona desde 2021: 12 plazas son para trastornos mentales y otras 10 para conducta alimentaria.
A los 13 años, Dídac (nombre ficticio) ya estaba familiarizado con la delincuencia en bandas callejeras de Zaragoza. «Estoy aquí por robar, por faltar a mis padres…», le cuesta decir durante una sesión de terapia grupal en la biblioteca. Presenta trastorno negativista desafiante y lleva un año y dos meses internado en la escuela terapeútica de Can Ros-Amalgama7, un recurso privado con el que el la DGA mantiene concertadas 22 plazas -12 para trastornos mentales y 10 para conducta alimentaria– desde el 2021.
A su lado, Jandro, un oscense de 14 años, relata que tuvo dos ingresos hospitalarios en el Clínico de Zaragoza antes de que lo derivasen a este centro de Tarragona. «No es lo habitual», precisa la psicóloga clínica Alba de Miguel, pero en este caso fue un acto de autocuidado por parte de este adolescente lo que lo llevó a ingresar y separarse temporalmente de sus padres, a quienes ahora solo ve en régimen de visitas. «Me cuesta mucho pedir ayuda pero al final se lo propuse a mi psiquiatra, y ya llevo aquí casi un año. Antes me exponía muchísimo en redes sociales, y aquí lo puedo hacer pero no es tan ‘heavy’. Los primeros meses lloraba con mi psicóloga porque no entendía lo que me pasaba, porque soy así, hasta que me diagnosticaron autismo de grado 1. Al saberlo me calmé, y ahora estoy mejor«, afirma.
Loren (nombre ficticio), otro adolescente de 16 años procedente de un pueblo de Zaragoza, asiente al oír la historia de su compañero de pupitre. «Saber al menos algo de lo que me pasa me ayuda a sentirme más protegido. Antes me sentía muy incomprendido porque nadie entendía lo que me pasaba«, cuenta este menor, que lleva siete meses en la escuela de Can Ros, después de varios ingresos largos (de dos y cuatro meses) en la unidad de infantojuvenil del Clínico.
La mayoría de ellos ha pasado por este u otros recursos públicos aragoneses antes de ser derivados. A Lía, una adolescente aragonesa con anorexia, le hacían seguimiento en la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria (UTCA) del Provincial antes de ingresar en Can Ros. Y su compañera Olaya (también nombre ficticio), de 17 y con trastorno de la conducta alimentaria (TCA), estuvo dos veces ingresada en el Clínico por autolesiones. «Cuando el menor sale fuera es porque todo lo que anteriormente hemos planteado ha fracasado o simplemente que los profesionales consideran que hay que romper una serie de dinámicas con su entorno para luego volver a integrarlo, pero casi siempre es la última opción«, afirman fuentes de la dirección general de Salud Mental.
Casi el 70% de los pacientes que acceden a Can Ros está un promedio de doce meses, si bien hay tres tipos de ingreso, detalla de Miguel: de corta –hasta seis meses–, media –de seis a doce– y larga estancia –de uno a dos años–. En ese tiempo, señalan desde Sanidad, se mantiene una coordinación «estrecha» con las respectivas unidades de Salud Mental que derivan a menores aragoneses. «De todos los niños que van, recibimos reportes trimestrales a través de una coordinación personalizada por parte de esta dirección y de los profesionales de referencia, que no se olvidan de los niños que allí tienen», subrayan las mismas fuentes.
Uno de los «retos más importantes» que tiene el trabajo en red de los profesionales de Can Ros, donde trabajan desde médicos y psicólogos a profesores, maestros y educadores, es «motivar» al menor que ha perdido el interés. «Montamos un sistema para alumnos tachados de malos alumnos que en realidad solo necesitan ayuda. Porque muchas veces vienen con pautas farmacológicas que no les han servido y tienen la sensación de fracaso, de ser un paciente sin solución», cuenta de Miguel, al subrayar que la labor socioeducativa que realizan está al servicio de la acción terapéutica. «Aquí no sobremedicamos para tenerlos controlados, sino que controlamos desde la clínica y desde estas otras áreas: haciendo mucho deporte, estableciendo rutinas, haciendo excursiones, organizando encuentros una vez al mes con las familias…», añade.
El día a día en el centro
Dídac, de 14 años, describe con ayuda de sus compañeros cómo es el día a día en Can Ros, donde dedican buena parte de la jornada a canalizar su malestar por medio del deporte, las terapias y otras actividades al aire libre. «Nos levantamos, hacemos la cama, limpiamos y hacemos nuestro ‘planning’ de tareas. Cuando vamos al aula comemos los bocatas y todos los días antes de dar clase hacemos una caminata a un mirador que está a un kilómetro del centro, porque hay que hacer deporte antes de ir al aula», señala este zaragozano.
El resto del día lo ocupan en terapias cognitivo conductuales, psiquiatría y tres horas lectivas para mantener o recuperar el ritmo de estudio. «Cada uno hace su curso escolar, estamos homologados para dar la ESO, y hacen la escuela normativa durante ese tiempo con descanso. Aunque son pocas horas, aun así les cuesta. Por eso en su día el director de Amalgama tuvo la idea de decir: ¿por qué no empezamos por el patio, por ir a dar una vuelta ya que estamos en la naturaleza?«, cuenta De Miguel.
Para los chicos y chicas de Can Ros, el deporte y los ratos de ocio que tienen después de comer son sus momentos favoritos del día. «Hacemos baloncesto, fútbol, a veces boxeo, voley, caminar. Jugamos a ‘pichi’ y ahora en verano hacemos aquagym y waterpolo en las piscinas. Los domingos hay peli y los jueves taller de cura, que es para depilarnos, para pintarnos las uñas, hacernos el pelo…», detalla Lía.
Según relatan, a las 22.00 están todos acostados, no sin antes haber hecho terapia grupal con el apoyo de educadores y psicólogos. «Ahí puedes contar lo que te ha molestado y expresarte si has hecho algo mal o te ha pasado algo», afirma Dídac. De forma paralela a la atención que prestan a estos menores, la escuela terapéutica de Can Ros ofrece también un acompañamiento continuado a las familias. «Primero hacemos un mes de separación, y pasado ese tiempo vamos juntando al menor y a su entorno cada quince días», señalan desde el centro.
Cada adolescente que atienden lleva unos tiempos diferentes. Loren cuenta que tardó un mes en ver a sus padres, y en el caso de Lía tuvieron que pasar hasta cinco para que la menor aceptara recibir a los suyos en una visita. «El primer mes es complicado. Si tienes buena relación en casa es estar un mes separados, sin hablar, sin verles…», confiesa Olaya. «A mí me costó más por la parte de mi mejor amigo, porque es de las únicas personas que me han apoyado, y a pesar de que sigo aquí le sigo escribiendo, me manda cartas y cuando voy a mi casa lo veo y hablo con él, porque somos vecinos. Cuando salí por primera vez fuera, que fue a un pueblo de aquí al lado, mi madre me dio una sorpresa y es que me dejó llamarlo, y no me lo esperaba…», cuenta con una sonrisa Jandro.
Con las familias, desde el momento del ingreso, se establecen diferentes vías de comunicación. Los móviles -para evitar el ‘pantallismo’ y los problemas de conducta asociados al abuso de las mismas– no están permitidos. De manera que al principio solo se envían cartas. «Miércoles las recibimos y jueves las envíamos», dice Lía. Pasado el primer mes les dejan también hacer llamadas cada semana y recibir visitas cada 15 días. «Primero son encuentros aquí en el centro, después por fuera, y así progresivamente porque no podemos correr. Cuando ya llevan aquí cerca de seis meses, aunque también depende del proceso, empiezan a pasar fines de semana fuera del centro: primero son ‘findes comarcales’, porque tenemos muchas familias de fuera de Cataluña, por lo tanto ese primer fin de semana que aún no has expuesto la convivencia familiar no les enviamos a sus casas, sino que lo hacemos por aquí, para ver si tenemos que intervenir y para asegurarnos de que están preparados para estar 24 y 48 horas juntos. Después ya se hacen findes por casa hasta el alta definitiva», explican.
Para Jonathan Vázquez, subdirector socioeducativo del centro, son precisamente estos encuentros, donde se ve la transformación de los adolescentes, lo que sigue emocionándole a día de hoy. «La mayoría de nuestros chicos llegan haciéndose el duro o engañados por los padres, porque no les pueden ni plantear esta decisión, y lo primero que sienten cuando ingresan es un rechazo hacia la familia, aunque al cabo de la semana están suplicando verlos. Yo llevo 17 años aquí y de los momentos que más me cuesta gestionar a nivel emocional es ese reencuentro en que el «chico malo» se rompe al ver o abrazar a su madre«, confiesa este educador.