Frontera de Spin Boldak: contrabando, corrupción y huida del Emirato talibán

El paso fronterizo de Spin Boldak, entre Afganistán y Pakistán, no resulta demasiado agradable a la vista, al olfato, al oído y al raciocinio. Pero sí al bolsillo: todo se vende y se compra. A la vista en el zoco hay piezas de coches y motores de segunda mano, ropa, alfombras, alimentos, herramientas… Cientos de personas se agolpan para tratar de pasar al otro lado. Suelen ser residentes de la zona que visitan a familiares o van a trabajar. Hay porteadores que llevan en sus carretillas de obra maletas, mercancías o a las personas de más edad que no soportan el ajetreo. Pero camuflados entre la marabunta hay afganos que escapan de la persecución en el Emirato Islámico instaurado por los talibanes tras la reconquista de Afganistán en agosto..

Este lugar estratégico cayó en manos de los fundamentalistas en julio. Se trata de un enclave crucial para la economía del sur del país y ha sido históricamente una pasarela para el narcotráfico, el contrabando y la corrupción. Los talibanes niegan que se haya convertido en una válvula de escape del miedo y el descontento entre la población que busca salir del país. “Por aquí no dejamos pasar a personas que residan en Kabul o en Mazar-i-Sharif”, sentencia Hafiz Haqmal, integrante de la nueva autoridad fronteriza. Da así a entender que los que vienen y van son solo del entorno de la provincia de Kandahar.

Desde el lado paquistaní, en la vecina ciudad de Quetta, un policía lo desmiente. Huyó de Kabul por miedo a represalias y denuncia a través del teléfono redadas de las autoridades locales para devolverlos a su país. “Ha escapado tanta gente que aquí que no hay ya casas para alquilar. Si hay alguna, es demasiado cara”, lamenta. Asegura que muchos son militares solos o con sus familias que dieron el salto al otro lado abonando en muchos casos un soborno a los guardias paquistaníes.

La paquistaní Quetta es, además, una histórica base en la retaguardia de los talibanes afganos, que cuentan en Islamabad con un fiel aliado. Los que huyen del nuevo régimen de Kabul no son por tanto recibidos con los brazos abiertos en el país vecino. No hay cifras del flujo migratorio de estas semanas, pero Pakistán bate récords desde hace lustros y, desde la guerra afgano-soviética (1978-1992), ha acogido a unos tres millones de afganos entre refugiados oficiales (1,7 millones, según la ONU), los nacidos de generaciones siguientes y los irregulares. La incógnita que no se atreven todavía a despejar las agencias humanitarias es cuántas personas más seguirán escapando.

El Gobierno de Kabul denunció en verano la matanza en esta localidad de un centenar de personas a manos insurgentes que estos niegan. Conquistas como la de Spin Boldak sirvieron para extender los tentáculos talibanes por el resto del país antes de llegar, a mediados de agosto, a la capital, Kabul.

Varias familias se quejan de que llevan largos días esperando en este paso fronterizo poder pasar al lado paquistaní para recibir atención médica. Es el caso de Darwiza Achak, de 50 años, junto a su hija Qamargulla, de 20, que han atravesado todo el país desde la norteña provincia de Faryab camino de Karachi (Pakistán). Denuncia que llevan dos semanas bloqueados porque en el lado paquistaní los agentes les rompieron los papeles. Al ver al reportero, aparecen alrededor otras familias a contar casos similares. Algunas pasan las noches en las inmundas pensiones del paso fronterizo a dos euros la noche por habitación.

Correteando entre las verjas, las alambradas y los policías, hay muchos menores, como Habidullah, de 9 años. Son buscavidas que arañan unos afganis (la moneda local) al día mercadeando con lo primero que tienen a mano. “Son pequeños empresarios”, comenta con sorna el talibán Haqmal. Su jefe, el mulá Hamayun Himmat, advierte al periodista de que no puede ni fotografiar ni hablar con las mujeres en la frontera.

Muerte del reportero Siddiqui

La línea que separa Afganistán y Pakistán tienen de más de 2.500 kilómetros, pero además del de Spin Boldak, situado en la provincia sureña de Kandahar, solo hay otro gran paso fronterizo más, el de Torkham, en la provincia de Nangarhar. El jefe de las aduanas de Afganistán reconoció en 2010 a la agencia Reuters que los 40 millones de euros que se recaudaba en tasas aduaneras en la provincia de Kandahar eran solo la quinta parte de lo que debía llegar a las arcas públicas. La corrupción es “total”, denunció Bismullah Kammawie.

Un nombre destacaba como uno de los máximos responsables, el general Abdul Razik Achekzai, amo y señor de Spin Boldak. Estados Unidos y la ONU denunciaron sus millonarios ingresos ilegales, pero Kabul nunca quiso apartarlo. Abdul Razik era un feroz combatiente antitalibán cuyos métodos, como en la frontera, eran poco ortodoxos, lo que extendió su fama de torturador y de estar detrás incluso de ejecuciones extrajudiciales. Tras varios intentos, en 2018 los talibanes lograron asesinarlo como habían hecho ya antes con su padre y su tío. La imagen del militar ocupando la luna trasera de un coche accidentado y retirado en grúa desde Spin Boldak representa la metáfora del cambio de régimen en un país en el que la paz sigue pareciendo inalcanzable.

Con los talibanes ahora al frente, las largas colas de camiones siguen protagonizando gran parte del tráfico en este paso fundamental en la ruta comercial que lleva desde Irán a la India. Eso incluye también el gran negocio del opio afgano. Varios hombres cargan un camión de melones con destino a Pakistán junto a una gasolinera y una mezquita a un par de kilómetros del paso fronterizo. Una a una, los miles de piezas de fruta son colocadas con precisión y orden milimétrico. Esta área de servicio, hoy en absoluta calma, era la línea del frente hace dos meses cuando el Ejército y los talibanes se disputaban el control de la zona en enfrentamientos con decenas de muertos.

En la mañana del viernes 16 de julio, las Fuerzas Especiales afganas trataron de recuperar el enclave fronterizo de manos de la guerrilla insurgente. En su huida, tras no lograr su objetivo, dejaron atrás herido a Danish Siddiqui, fotógrafo indio de la agencia Reuters que había sido trasladado a la mezquita del área de servicio para ser atendido. Siddiqui fue descubierto y asesinado por los talibanes y su cuerpo presentaba numerosos disparos, mutilado y marcas de que un vehículo había pasado por encima de su cadáver, según una investigación de la propia agencia. En ella, el portavoz oficial talibán defiende que murió en combate. Algunos de los presentes en el lugar relatan ahora a EL PAÍS que la batalla fue tan intensa que tuvieron que huir de allí.

En el edificio principal del paso fronterizo, los talibanes al mando tratan de convertir al reportero. Le piden que recite la shahada, la profesión de fe islámica que aparece escrita negro sobre blanco en la bandera talibán: “No hay más dios que alá y Mahoma es su profeta”. Parece que les preocupa más eso que el jaleo que hay formado a escasos metros.