Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre,
venga a nosotros tu Reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy
nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y libranos del mal. Amen.
Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, nos enseñó esta insustituible oración cristiana, el Padre nuestro, un día en el que un discípulo, al verle orar, le rogó: «Maestro, enséñanos a orar» (Lc.11,1). La tradición litúrgica de la Iglesia siempre ha usado el texto de san Mateo (6,9-13).
El Padre nuestro es «el resumen de todo el Evangelio» (Tertuliano); «es la más perfecta de todas las oraciones» (santo Tomás de Aquino). Situado en el centro del Sermón de la Montaña (Mt 5-7), recoge en forma de oración el contenido esencial del Evangelio.
Al Padre nuestro se le llama «Oración dominical», es decir «la oración del Señor», porque nos la enseñó el mismo Jesús, nuestro Señor.
Oración por excelencia de la Iglesia, el Padre nuestro es «entregado» en el Bautismo, para manifestar el nacimiento nuevo a la vida divina de los hijos de Dios. La Eucaristía revela el sentido pleno del Padre nuestro, puesto que sus peticiones, fundándose en el misterio de la salvación ya realizado, serán plenamente atendidas con la Segunda venida del Señor. El Padre nuestro es parte integrante de la Liturgia de las Horas.
Podemos acercarnos al Padre con plena confianza, porque Jesús, nuestro Redentor, nos introduce en la presencia del Padre, y su Espíritu hace de nosotros hijos de Dios. Por ello, podemos rezar el Padre nuestro con confianza sencilla y filial, gozosa seguridad y humilde audacia, con la certeza de ser amados y escuchados.
Podemos invocar a Dios como «Padre», porque el Hijo de Dios Hecho hombre nos lo ha revelado, y su Espíritu nos lo hace conocer. La invocación del Padre nos hace entrar en su misterio con asombro siempre nuevo, y despierta en nosotros el deseo de un comportamiento filial. Por consiguiente, con la oración del Señor, somos conscientes de ser hijos del Padre en el Hijo.
«Nuestro» expresa una relación con Dios totalmente nueva. Cuando oramos al Padre , lo adoramos y lo glorificamos con el Hijo y el Espíritu. En Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, nosotros somos su pueblo, y Él es nuestro Dios, ahora y por siempre. Decimos, de hecho, Padre «nuestro», porque la Iglesia de Jesús, el Hijo de Dios es la comunión de una multitud de hermanos, que tienen «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
Dado que el Padre nuestro es un bien común de los bautizados, éstos sienten la urgente llamada a participar en la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos. Rezar el Padre nuestro es orar con todos los hombres y en favor de la entera humanidad, a fin de que todos conozcan al único y verdadero Dios y se reúnan en la unidad.
La Expresión bíblica «cielo» no indica un lugar sino un modo de ser: Dios está más allá y por encima de todo; la expresión designa la majestad, la santidad de Dios, y también su presencia en el corazón de los justos. El cielo, o la Casa del Padre, constituye la verdadera patria hacia la que tendemos en la esperanza, mientras nos encontramos aún en la tierra. Vivimos ya en esta patria, donde nuestra «vida está oculta con Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y el Espíritu Santo en Dios Padre» (Col 3,3).
Jesús, al enseñarnos el Padre nuestro (a veces, lo pienso así) quería que sintieramos que Él lo estaría rezando con nosotros. Nunca lo rezamos en singular porque Jesús está rogando al Padre con cada uno que se dirige al Padre con esta oración.
El «cielo» es ese «lugar» especial donde habita Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo desde toda la Eternidad y junto a las tres divinas personas nuestra Madre la Virgen María y las almas de todos los Santos. El «Corazón» de Jesús y el Reino de Dios está en el interior de cada uno de los hombres que viven en el Amor.