Un día con la Educación Especial: «Saber pedir un refresco es más importante que aprender a dividir»

A las 9.00 horas, los alumnos del Colegio Aucavi Sur (Getafe) comienzan a corretear en dirección a sus clases. La particularidad de este centro madrileño concertado de educación especial es que todos estos niños y adolescentes padecen trastornos del espectro autista (TEA). Aquí, por tanto, el horario no se divide en Lengua, Matemáticas, Inglés, Educación Física, etc; sino que la jornada discurre entre trabajos en mesa, cocina, juegos, logopedia y talleres creativos, entre otros. «Hay mucho miedo a lo desconocido. Hemos pasado de una sociedad que ocultaba la diferencia a una que busca la visibilidad. Cuando hablas de educación especial muchos piensan en sanitarios con batas blancas, se van al siglo pasado. Pero cuando ves el trabajo que se hace en estos centros esas dudas y prejuicios se despejan», cuenta José Antonio Maleno, padre de Alonso (13 años).

Su historia se repite en muchas familias con niños que sufren autismo:«Alonso pasó por la educación inclusiva, por un colegio ordinario con aula TEA. Pero cuando creció hubo un desfase madurativo y competencial. Las necesidades de Alonso no eran las del grupo y mi prioridad no era que supiera los ríos de España, porque no tiene lenguaje, aunque sí se comunica. Aquí trabaja la autonomía, las habilidades sociales… Y prefiero que mi hijo sepa pedir un refresco en un bar a que aprenda a multiplicar», subraya Maleno. Silvia, de 12 años, también pasó por un centro ordinario, pero se sentía muy perdida, con ansiedad. «En un año su cambio fue espectacular. Nosotros queríamos verla emocionalmente bien, y que adquiriera progresivamente autonomía hasta el máximo de sus capacidades», añade su madre, Gloria Martínez.

El circuito de la tranquilidad
El circuito de la tranquilidad – Guillermo Navarro

Mientras ambas familias cuentan su vinculación con este centro nacido de «sus propias necesidades», interrumpen los más mayores, que están en clase de bar. Presentarse, ofrecer a los visitantes un café, tomar nota, servirlo y cobrarlo es todo un aprendizaje para ellos. Les acompaña, por supuesto, uno de los 27 profesionales que atienden a los poco más de cincuenta niños escolarizados. La plantilla, dirigida por Antonio Carrasco, incluye maestros de educación especial y audición y lenguaje, auxiliares técnicos educativos, técnicos de integración social, logopedas y psicólogos. Las aulas de este centro construido a partir de un viejo cole público abandonado, tienen una ratio de entre tres y cinco alumnos. La discapacidad, recuerda Luis Pérez de la Maza, director técnico de la Fundación Aucavi, no es única, sino que hay muchas especificidades, y de eso depende también la ratio de cada centro.

Los alumnos están divididos, como en toda la educación especial, por etapas educativas: Educación Infantil Especial (3-5 años), Enseñanza Básica Obligatoria (6-16/18 años) y Transición a la Vida Adulta (17/19 -21 años). Los que no tienen muy desarrolladas sus habilidades lingüísticas se comunican a través de pictogramas manuales o tabletas. En las clases, además tienen cuadros con la medicación que deben tomar, alergias, agendas, organigramas…

Llama la atención descubrir que muchas de las aulas de Aucavi Sur están vacías. «La mayoría de las clases se dan en entornos reales, como la cocina, el huerto, tiendas… El único sentido que tiene todo esto es que lo que trabajan aquí tenga repercusión en su vida diaria», sostiene Pérez de la Maza. «Ir a la piscina supone trabajar las habilidades sociales, la seguridad vial, cómo viajar en Metro, cuidar de tus cosas… Y luego ya haces deporte», añade. Este último, por cierto, es parte también esencial de la formación de los chiquillos con autismo, ya que muchos tienen asociados problemas de hiperactividad y la actividad física les ayuda a autorregularse. Los deportes que más practican en el gimnasio son aquellos que exigen poca interacción: natación, patinaje y bici. Además, cuentan con espacios adaptados al trastornos del espectro autista como el circuito de la tranquilidad, al que todos los alumnos pueden acceder siempre que lo demanden y se sientan sobrepasados.

Alonso y su padre, Pepe
Alonso y su padre, Pepe – Guillermo Navarro
Gloria y su hija Silvia
Gloria y su hija Silvia – Guillermo Navarro

Socializar y enseñar

Como aprender a socializar supone también un paso gigante en su autonomía, el recreo es fundamental, aunque la pandemia les obligue a salir en grupos. También les toca salir con mascarillas. «Mucha gente pregunta cómo llevan el tema de las mascarillas. En el fondo, esta tendencia a la rigidez los hace muy buenos cumplidores de normas. Puede costar entrar, pero una vez que las interiorizan las cumplen mejor que nadie», plantea Pérez de la Maza. De hecho, dando ejemplo, Alonso no se quitó la mascarilla ni para sacarse uan foto con su padre. «Lo más importante es el patio y el comedor», reconoce José Antonio Maleno. La sexualidad, por ejemplo, también se trabaja a través de pautas que se repiten en casa y en el cole.

Para valorar la evolución de los niños, cada año, los profesores y las familias se fijan unos objetivos que revisan a mitad de curso. A estas reuniones acuden también los hermanos, que aprenden «a empatizar con el más débil, a aceptar la diferencia y a ver que la desigualdad no es un problema». También tratan de involucrar al entorno más cercano al barrio donde está el colegio. «Los niños van a comprar a tiendas del centro comercial cercano. Y nos encanta que los abuelitos se acerquen a ver el huerto, porque ya tenemos asesores técnicos. Aunque alguno luego nos dice: «A estos muchachos les cuesta un poquillo, ¿no?», recuerda con cariño.

Si bien la educación es gratuita, el colegio también se financia con las donaciones de los padres a la fundación. También se usan para hacer excursiones. «Cualquier niño puede ir a fútbol, pero nosotros tenemos que crear extraescolares a través de asociaciones», admite el padre de Alonso, que reconoce que las diferencias socioeconómicas son una barrera para muchas familias.

Preocupación por la Lomloe

La financiación con la que contarán los centros especiales, que acogen a 37.500 alumnos, es, de hecho, una de las principales objeciones que tienen los padres a la futura Lomloe o «ley Celaá». «Yo quiero la inclusión, pero ¿quieren que envíe a mi hijo a un colegio que no va a tener los apoyos que necesita?», argumentan Maleno, que recuerda que el 83% de los alumnos con discapacidad ya está en centros ordinarios. «¿Segregación? Aquí no hay ninguna. Contraponer educación especial a inclusión es un error, porque nuestra única razón de ser es la integración», sentencia Pérez de la Maza.

Este doble esquema de centros, que se combinan a veces, se repite en prácticamente en todas las comunidades autónomas, según cuenta Rubén Velasco, director del centro público San Cristóbal (Avilés). «Yo no tengo tanto miedo a que nos cierren, porque por desgracia somos totalmente necesarios. No se trata de que la red pública tenga más recursos, que siempre vienen bien, pero no podemos forzar solo la inclusión en las escuelas. Debe haber muestras de integración en todas partes, el colegio es el reflejo de todo eso. Hay alumnos que a veces me da pena que estén en nuestro centro y preferiría verlos en un colegio ordinario. Pero luego veo que están felices, que se pueden desarrollar, que tienen amigos y están en un entorno amable. En otros lugares. A veces no es solo un problemas de recursos sino de actitud y de que se sepan aprovechar y descubrir las ventajas de la diversidad», concluye.

Fuera del ruido político, comentan entre risas los padres de Alonso y Silvia, hay cosas que unen a todos los coles: «El grupo de Whatsapp es siempre terrible».