Unas elecciones con peso mundial

El martes, como cada cuatro años, el 2,1% de la población mundial decidirá lo que va a pasar de aquí al 20 enero de 2025 en el mundo.

El 2,1% de las personas de la Tierra son 160 millones de seres humanos. Ésa es aproximadamente la cifra de ciudadanos de Estados Unidos que se espera que voten en las elecciones que concluyen el martes, en las que decidirán su futuro, el futuro de otros 170 millones de compatriotas que, por diversas razones, no van a poder o querer ejercer su derecho al voto, y, también, gran parte del futuro de los demás 7.500 millones de hombres y mujeres que habitamos el planeta.

Una influencia tan exagerada de tan pocos apenas tiene precedentes en los últimos milenios. Habría que ir a hace 2.079 años, en la República de Roma, cuando unas pocas decenas de miles de varones (de un censo de 910.000) decidieron el futuro de un imperio de 25 millones de personas. Perdió Marco Calpurnio Bíbulo. El ganador se llamaba Gayo Julio César. Diez años después, César se convertía en dictador. Y poco más tarde, su heredero político, Augusto, acababa con la República e instauraba el Imperio Romano.

Las elecciones en Roma eran un asunto sórdido, plagado de sobornos -que hoy llamaríamos subvenciones-, y que provocaba la indiferencia de la ciudadanía. Los 30.000 o 40.000 romanos que votaron en aquellos comicios no tenían idea de que estaban decidiendo no sólo el final de su sistema político, sino también el futuro de Francia, España, Portugal, Gran Bretaña, Bélgica, Turquía, Holanda, Egipto, Israel, Siria, Irak, Ucrania, Croacia, Serbia, Eslovenia, Suiza, Austria, Rumanía, Marruecos, Libia, Túnez y Armenia.

No parece que las elecciones de 2020 en Estados Unidos vayan a ser como las del año 59 antes de Cristo entre César y Bíbulo. Desde luego, parece sumamente improbable que el ganador, sea éste Donald Trump o Joe Biden, vaya a invadir las Galias (o sea, Francia, Bélgica y Holanda) para volver con gloria a Washington. Aun así, las consecuencias de los comicios se van a sentir en todas partes, porque vivimos en un mundo estadounidense.

Las estructuras de poder a escala mundial han sido diseñadas o fomentadas por Washington, sobre todo después del final de la Segunda Guerra Mundial. La ONU, el Fondo Monetario Internacional y los organismos mundiales de lucha contra la pobreza, y el sistema económico y financiero internacional son, todos, creaciones de Estados Unidos.

La divisa del mundo es el dólar. Y acuñar moneda es, precisamente, una de las nueve funciones que la Constitución de ese país le da al Estado federal. De las otras ocho, cinco -declarar la guerra, mantener las Fuerzas Armadas, firmar tratados internacionales, regular el comercio con otros países, y emitir deuda- afectan directamente a las relaciones de Washington con el resto del mundo. Todo ello por no hablar de la influencia cultural de Estados Unidos. Desde el cine hasta la televisión -incluyendo ‘reality shows’-, y pasando por la música y hasta el porno, todo lo que vemos y oímos viene de EEUU o está influido por ese país. Rosalía será españolísima, pero su ritmo es estadounidense. Cuando se va de vacaciones, lo hace a Miami con el clan Kardashian, y cuelga sus fotos en Instagram.

Presencia militar

Y luego está el poder militar. EEUU tiene el 43% de las bombas atómicas, acumula el 40% del gasto en defensa de la Tierra, y posee 800 bases militares en 80 de los 195 países que hay en el mundo. China, Rusia, Francia y Gran Bretaña juntas sólo tienen presencia militar en 33 países.

Después de eso ¿cómo es posible ignorar lo que sucede el martes? Más aún en Europa, un continente cuya configuración actual fue diseñada por Washington, que primero creó la alianza militar más importante del mundo, la OTAN, y después fomentó la integración económica del continente que ha dado pie a la Unión Europea y el euro.

Lo más paradójico es que Estados Unidos se está retirando de ese mundo que él mismo ha creado. Donald Trump lo dejó claro el 20 de enero de 2017, apenas unos minutos después de jurar el cargo de presidente sobre la Biblia en la escalinata del Capitolio. «Hemos defendido las fronteras de otras naciones mientras renunciábamos a defender la nuestra», dijo Trump ante unas 200.000 personas congregadas para la ceremonia. El mensaje del presidente fue inequívoco, y se resumió en una sola frase: «La riqueza de nuestra clase media ha sido saqueada y distribuida por el mundo». El jefe del Estado y del Gobierno de la primera potencia mundial llegaba al cargo con la intención de acabar con el sistema que su propio país había creado para proyectar su poder e influencia en todo el mundo.

Tres días después, el 23 de enero, Trump ponía hechos a esas palabras, y retiraba a Estados Unidos del Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP, según sus siglas en inglés), un gigantesco tratado entre 14 países destinado a replicar en el Pacífico la integración que había unido a América del Norte y a Europa a través del Océano Atlántico tras la Segunda Guerra Mundial. La única diferencia era el rival. En el Atlántico, fue la Unión Soviética. en el pacífico, era la república Popular China, el único país que va a disputar la hegemonía mundial a Estados Unidos. Tras la retirada del TPP, llegó la del Acuerdo de París contra el cambio climático, los aranceles al resto del mundo por el acero y el aluminio, la renegociación de los tratados comerciales con Corea del Sur, México y Canadá, las amenazas (que quedan para un segundo mandato del presidente) a la importación de automóviles de la UE, y el siempre anunciado y nunca materializado muro en la frontera con México, del que sólo se han construido ocho kilómetros.

Humillaciones a homólogos

Pero lo que más ha cambiado ha sido la retórica. El presidente ve un mundo de rivales. Su filosofía política es un espacio en blanco que se puede rellenar con el nombre de cualquier país más las palabras «nos roba». ¿La OTAN? Una estafa para Estados Unidos. ¿La Unión Europea? Una amenaza comercial para Estados Unidos. ¿La ONU? Una vergüenza. Como él mismo declara en el último libro del periodista Bob Woodward, ‘Rabia’, que sale a la venta en España el jueves, Trump se lleva mejor con los dictadores que con los líderes democráticos.

Eso también se ha traducido en hechos pequeños pero simbólicos. Los aliados tradicionales de EEUU han sufrido innumerables humillaciones del presidente y su entorno del estilo de la que experimentó el entonces embajador europeo en Washington, John Bruton, que se enteró de que EEUU había rebajado el estatus diplomático de la UE en diciembre de 2018, cuando le dijeron dónde le tocaba sentarse en el funeral de Estado de George Bush ‘senior’. El Departamento de Estado no había tenido ni siquiera la consideración de decírselo con antelación. Emmanuel Macron, Theresa May, y Angela Merkel son jefes de Gobierno de países aliados a los que Donald Trump ha insultado y despreciado a la cara.

Todos esos actos han dañado el prestigio internacional estadounidense. Los sondeos del centro de estudios independiente Pew revelan que la imagen de ese país está en mínimos históricos en la mayor parte de sus aliados tradicionales. Incluso en naciones que, como Corea del Sur, mantienen una una imagen positiva de EEUU, los números se hunden cuando se le pregunta a la ciudadanía por Donald Trump.

Impacto mundial

Claro que eso no le importa lo más mínimo al presidente. Como él mismo dijo el 1 de junio de 2017 al anunciar la retirada de EEUU del Acuerdo del Clima, «fui elegido para representar a Pittsburgh, no a París» (lo paradójico es que Pittsburgh, junto con Philadelphia, es el gran foco del voto demócrata en Pensilvania, el estado en el que Trump se juega la reelección). Es más, con Trump, EEUU se ha hecho tremendamente popular en India, en Filipinas, en Israel, o incluso en Nigeria, un país a cuyos habitantes ha prohibido la entrada en Estados Unidos.

Todo esto ha tenido un impacto mundial porque era Estados Unidos quien lo hacía. Si hubiera sido otro país, nadie le hubiera prestado atención. Los 191.000 votantes de Pensilvania, Michigan, Florida y Wisconsin que le dieron la victoria a Donald Trump el 7 de noviembre de 2016 cabrían en el Bernabéu y en Nou Camp. Cuando votaron, no pensaban que estaban marcando el futuro del mundo. Es la ventaja de pertenecer al 2,1% de la población mundial que decide el futuro de todos.

Un eterno retorno

Aunque las actitudes de Donald Trump han roto con gran parte de la tradición política de en materia internacional de Estados Unidos, éstas no son nuevas. Ya en 1952 el candidato a la Casa Blanca Dwight D. Eisenhower tuvo que emplearse al máximo para que la llamada «plataforma» de su partido, el Republicano, no incluyera nada menos que la retirada de la OTAN. La solidaridad de esa alianza con EEUU tras el 11-S nunca fue reconocida por George W. Bush, que fue a la guerra en Afganistán sin sus aliados y luego se enfrentó a Francia y a Alemania por la decisión de invadir Irak. De hecho, los europeos parecen estar siempre decepcionados o enfadados con los estadounidenses. Tras Bush ‘junior’, al que muchos detestaban, sufrieron una depresión con Obama, que nunca mostró simpatía por la UE y se autocalificó como «el primer presidente [de EEUU] del Pacífico».

Esa actitud confusa y a menudo dividida hacia EEUU por parte de sus aliados ha dado a Trump múltiples oportunidades para hacer avanzar la influencia de su país. El faccionalismo crónico de América Latina ha permitido a Washington dar un golpe de mano formidable al colocar este mes como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) a un estadounidense por primera vez desde que existe la institución. Y, pese a todas las predicciones catastrofistas, con Trump tres países árabes han establecido relaciones diplomáticas con Israel. La idea de ir por libre en política exterior lleva mucho tiempo siendo debatida en EEUU, un país que es una isla-continente, lo que le da una invulnerabilidad estratégica de la que no goza ninguna otra gran potencia. La gran diferencia es que Trump ha pasado de los hechos a la práctica.