Resucitó de entre los muertos

La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Jesús de Nazaret, el ungido, y representa, con la Cruz, una parte esencial del sentido de la Encarnación del Hijo de Dios y de la historia de la salvación. La Resurrección de Jesús es un acontecimiento trascendente porque, además de ser un hecho histórico, verificado y atestiguado mediante signos y testimonios, trasciende y sobrepasa la historia como misterio de la fe, en cuanto implica la entrada de la humanidad de Jesús en la gloria de Dios. Por este motivo, Jesús resucitado no se manifestó al mundo, sino a sus discípulos, haciendo de ellos sus testigos ante los hombres.En la madrugada del domingo, primer día de la semana, y tercero después de su muerte, el alma de Jesucristo volvió a juntarse con su cuerpo desfigurado, yacente en el sepulcro, le comunicó las dotes de gloria y sin remover ni tocar la piedra sellada que cerraba la entrada, salió vivo, glorioso y triunfante, por su propio poder, para no volver más a morir. Este estupendo prodigio de la resurrección de nuestro Salvador, tantas veces anunciado por Él y los profetas, se realizó en las primeras horas del tercer día después de su muerte. No convenía que el Príncipe de la vida permaneciese largo tiempo en la tumba y por eso estuvo sepultado sólo un día entero y parte de otros dos.

Nadie vio a Jesús salir del sepulcro, pero muchos le vieron resucitado y el sepulcro vacío. En la mañana de aquel mismo día le vieron María Magdalena, las otras santas mujeres y San Pedro. Por la tarde, se juntó en el camino con dos discípulos que iban a Emaús y después se apareció a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, estando ausente Tomás. Al cabo de ocho días se les volvió a aparecer en el mismo lugar estando presente Tomás, el cual, sobrecogido de admiración y de respeto, le reconoció como a su Señor y su Dios. En Galilea se apareció a siete Apóstoles que estaban pescando en el lago de Tiberíades, y algo más tarde, a más de quinientos discípulos, en un montecillo de la misma provincia. Por último, pasados cuarenta días desde su Resurrección, habló y comió con ellos en el Cenáculo.

Además del signo esencial, que es el sepulcro vacío, la Resurrección de Jesús es atestiguada por las mujeres, las primeras que encontraron a Jesús resucitado y lo anunciaron a los Apóstoles. Jesús después “se apareció a Cefas (Pedro) y luego a los Doce, mas tarde se apareció a más de quinientos hermanos a la vez” (1Co 15, 5-6), y aún a otros. Los Apóstoles no pudieron inventar la Resurrección, puesto que les parecía imposible: en efecto, Jesús les echó en cara su incredulidad.

La Resurrección de Jesús no es un retorno a la vida terrena. Su cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su Pasión, pero ahora participa ya de la vida divina, con las propiedades de un cuerpo glorioso. Por esta razón Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer a sus discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias.

Jesús después de haber vencido, mediante su propia muerte, a la muerte y al diablo “que tenía el poder de la muerte” (Hb 2, 14), Jesús liberó a los justos, que esperaban al Redentor, y les abrió las puertas del Cielo. Con el alma unida a su persona divina, Jesús tomó en los “infiernos” a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios. Los “infiernos” –distintos del “infierno” de la condenación- constituían el estado de todos aquellos, justos e injustos, que habían muerto antes de Jesús.

La Resurrección de Jesús es una obra trascendente de Dios. Las tres Personas divinas actúan conjuntamente, según lo que es propio de cada una: el Padre manifiesta su poder, el Hijo “recobra la vida, porque la ha dado libremente”(Jn 10,17), reuniendo su alma y su cuerpo, que el Espíritu Santo vivifica y glorifica.

La Resurrección de Jesús es la culminación de la Encarnación. Es una prueba de la divinidad de Jesús, confirma cuanto hizo y enseñó y realiza todas las promesas divinas en nuestro favor. Además, el Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, es el principio de nuestra justificación y de nuestra resurrección: ya desde ahora nos procura la gracia de la adopción filial, que es real participación de su vida de Hijo unigénito; más tarde, al final de los tiempos, Él resucitará nuestro cuerpo.