El Espíritu Santo II

El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia y lo será hasta el fin de los siglos. Él es el Espíritu de la vida, por quien el Padre vivifica a todos los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales. El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia, a la que guía hacía toda verdad y unifica en comunión y ministerio. Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con Cristo en el cielo (cf. Lumen gentium, 4).

Los frutos del Espíritu Santo son virtudes o actos excelentes que el hombre realiza por la gracia del mismo Divino Espíritu y que llevan consigo cierta fortaleza y delicadeza de espíritu como premio al esfuerzo realizado. Se llaman frutos porque son productos de la voluntad, como los frutos lo son del árbol, y porque dan a conocer la bondad interior del que los produce.

Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna: La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad” (Ga 5, 22-23 `Vulgata`).

El Espíritu Santo se establece desde el bautismo en el alma del cristiano y allí, si le dejamos, lo obra todo: gobierna nuestra alma como un padre de familia; nos enseña como el mejor maestro; la cultiva como el mejor educador; la rige como el mejor jefe; la alumbra como el sol mas luminoso; y como el alma en el cuerpo, le da vida, sentido y movimiento.

En el alma, es luz que ilumina el entendimiento, fuego que enciende la voluntad y limpia de la secuela de nuestros pecados, imán que nos eleva desde la tierra al cielo. Hace a nuestra alma sencilla, mansa, tratable; como nube, la defiende de los ardores de las debilidades de nuestra carne y nos ayuda a dominar nuestras pasiones; y como viento fuerte, mueve e inclina la voluntad a todo lo bueno, mientras la aparta de todo lo malo.

En nuestras relaciones con el Espíritu Santo hemos de considerarle por lo que es en sí y por lo que es para nosotros. En cuanto a lo primero, no hemos de olvidar que, siendo Dios, tiene particular derecho a nuestro culto y que debemos adorarle, amarle y tener en Él plena confianza. En cuanto a lo segundo, siendo nuestro Santificador, hemos de corresponderle ante todo, con la gratitud, por el bien que nos ayuda a hacer, pues Él es quien mueve nuestra voluntad a quererlo y a ejecutarlo.

Debemos ser dóciles a sus inspiraciones y no impedir su acción en nosotros con nuestra indiferencia, flojedad, poca generosidad o mala voluntad. Estando, sin cesar, tan necesitados de luz y fuerza, en orden al cumplimiento de la voluntad de Dios y a la consecución de nuestro fin eterno, es nuestro deber invocar con frecuencia al Divino Espíritu y pedirle cuanto necesitamos.

Por último, respetemos su morada santa, nuestro cuerpo, conservándolo puro y limpio de pecado; lo exige nuestro propio interés, pues el alma empañada con el vaho del pecado no puede recibir la luz del Espíritu Santo.