El PP salva la tormenta perfecta

Los resultados de las elecciones municipales y autonómicas de mayo, y la consecución de autonomías «imposibles» como Andalucía -en diciembre-, o el mantenimiento de otras que estaban en el aire como Castilla y León o Murcia, han permitido a Pablo Casado afianzar su liderazgo, lograr el aval del partido para un proyecto de cuatro años en la oposición y amansar a relevantes dirigentes regionales que se revolvieron contra la debacle de 66 escaños en los comicios generales.

Odios cainitas latentes, pero contenidos. Los Gobiernos de Madrid, e incluso el de Navarra pese al preacuerdo aparente del PSOE con Geroa Bai, Podemos o Bildu, siguen en el aire. Pero nadie contempla a día de hoy un extraño giro que abocase a la repetición de elecciones en esas autonomías. A cambio, el PP ha perdido La Rioja y no consigue la imprevista carambola de Canarias porque el PSOE ha amasado un considerable poder autonómico y local. No obstante, la percepción general es que Casado no solo consiguió salvar un «match ball» dramático en la noche del 26-M, sino que la gestión posterior de esos resultados le ha aliviado la carga de su liderazgo, reforzado además por un cúmulo de errores tácticos, estratégicos y de imagen, cometidos por Ciudadanos y Vox.

Las últimas semanas han permitido a Casado conjurar peligros inminentes y amenazas latentes sobre su liderazgo en un PP demasiado revuelto en el que persisten las conspiraciones. De momento, Casado cree haber superado la primera fase de una tormenta perfecta pese a que los odios cainitas y rencores larvados en el tiempo siguen latentes. O, por ahora, contenidos.

Los errores de Ciudadanos y de Vox. Uno de los triunfos del PP en las últimas semanas ha consistido en derivar hacia Ciudadanos y Vox el foco de atención de los errores cometidos por la derecha con su fragmentación. Y, a la vez, contener la percepción generalizada que se extendió durante la campaña electoral de que se había convertido en un partido radical y extremista, alejado de la moderación. El partido de Albert Rivera cuenta sus procesos electorales por éxitos y, sin embargo, paradójicamente, siempre le queda al final el desasosegante regusto del perdedor resignado. Nunca gana lo suficiente, y eso descentra a Ciudadanos y desconcierta a Rivera. Más aún en este caso, porque Casado ha sabido reponerse de la arriesgada apuesta de Rivera -todo o nada- de erigirse en el líder de la oposición. Hoy, esa es otra amenaza que Casado percibe como conjurada.

La crisis abierta en Ciudadanos es relevante, y eso coadyuva a los intereses del PP. Con el díscolo Manuel Valls y los resultados en Cataluña, con la desactivación de Inés Arrimadas como faro de liderazgo en esa comunidad, con la reconducción de Francisco Igea tras su idea de pactar con el PSOE en Castilla y León, con los presupuestos de Andalucía en el alero, y con sus remilgos de imagen respecto a Vox, Ciudadanos ha perdido parte de su aura infalible. Y como consecuencia de ello, es Rivera quien está permitiendo a Casado recuperar pulso y reconquistar una posición política que el PP perdió atenazado por el efectismo regenerador y liberal que fabricó Rivera y el efecto fulgurante, efervescente y sobreactuado de Vox. El nicho que Vox ocupó por la indolencia del PP en la defensa de principios y valores clásicos de la derecha ha empezado a vaciarse por el efecto pendular de las modas. Los errores y excesos de unos y otros, a izquierda y derecha de Casado, lo han resituado como un gerente de la «casa madre» obligado a recuperar los hijos pródigos.

Aunque haya sido de modo tardío, a Casado le ha ido finalmente bien transmitir la idea de que la fractura de la derecha solo beneficia a Pedro Sánchez y a sus socios de moción. Ese mensaje no fraguó en las generales porque parte de su electorado tradicional lo percibió como interesado y falaz. Además, la sombra de la corrupción seguía ampliando la metástasis en Génova, y Casado no cuajaba. Sin embargo, las urnas y los misterios de la ley D´Hondt rehabilitaron parcialmente al PP en mayo bajo el paraguas del voto útil. Le queda pendiente la asignatura del País Vasco y de Cataluña, donde prácticamente no existe. El futuro determinará si la «fórmula navarra» de una coalición electoral junto a Ciudadanos, y en este caso UPN, es reeditable en esos territorios con una candidatura conjunta que les permita no ser residuales. Pero de momento es una reflexión secundaria.

Una gestión pragmática de los pactos. La perspectiva que ofrecen los pactos postelectorales en autonomías y ayuntamientos ha permitido al PP aparecer como el fiel de la balanza, porque a su vez Ciudadanos y Vox quedan como negociadores rehenes de una intransigencia programática capaz de bloquear alternativas efectivas a la izquierda. Sus cesiones siempre se producen a regañadientes y ambos mantienen pulsos que son percibidos por el electorado como artificiales y viciados por sus respectivas cuitas de pureza ideológica. En cierto modo, eso libera al PP, que queda victimizado por esos dos partidos enfrascados en una eterna batalla de amenazas mutuas. Casado está sabiendo amortizarlo por más que persista el riesgo de que Madrid, por ejemplo, se vea abocada a un veto sistemático y a regresar a las urnas en otoño.

Rearme anímico del bipartidismo. Las elecciones de abril y de mayo han demostrado que, todavía, las dos únicas alternativas reales de Gobierno para España siguen siendo el PSOE y el PP. Podemos estuvo a punto de superar al PSOE en 2016 y Ciudadanos de hacer lo mismo con el PP en 2019. Pero no ha sido así. Y el mapa autonómico -salvo en Cataluña y el País Vasco, y la excepción de Cantabria, ahora que Coalición Canaria perderá el poder- sigue ofreciendo en la práctica el clásico turnismo entre un partido y otro, pasen los años que pasen. Es evidente el rearme anímico de un bipartidismo que estuvo amenazado y en el trance de desaparecer definitivamente. Esa percepción debería reforzar a futuro a PSOE y PP por la deriva en que parecen haberse instalado los partidos iconos de la «nueva política», por su pérdida de frescura, por su identificación con los vicios y defectos de los partidos tradicionales, y por el desgaste de materiales propio de líderes como Rivera o Pablo Iglesias, que ya han empezado a recibir contestación interna.

A Casado no le interesan otras elecciones. Al PP le favorece que Ciudadanos aparezca como el culpable de que Pedro Sánchez no sea investido con comodidad y visos de estabilidad. De algún modo, Casado ha conseguido salir del foco de la presión de una abstención técnica para que arranque la legislatura. El visor solo enfoca con nitidez a Ciudadanos, y aunque el PSOE recuerde que se abstuvo para investir a Mariano Rajoy en 2016, eso solo ocurrió después de que los socialistas rechazaran la oferta del PP de un pacto de Estado a dos, y de que Pedro Sánchez, que ahora reclama la ayuda, renunciase a su escaño para no tener que poner al PSOE al servicio del PP. Cuestión de coherencia, la presión sobre Casado en este caso es artificial y poco creíble.

Sin embargo, sí lo es sobre Ciudadanos por más que el PSOE tenga prácticamente garantizada la elección de Sánchez con probables abstenciones de ERC e, incluso, de Bildu. El propio Mariano Rajoy, que ya se prodiga poco, ha achicado el espacio de Ciudadanos para exonerar al PP de cualquier responsabilidad. Es un aval de Rajoy a Casado, al que hasta ahora había concedido pocos. Muy pocos. En la primera reunión que Sánchez mantuvo con casado tras las generales, Sánchez tendió la primera trampa a Casado reclamándole que facilitase su investidura para no tener que negociar ahora con sus socios de moción de censura. Pero el PP nunca ha tenido esa tentación. Tampoco Rivera… aunque sí un sector de Ciudadanos.

A Casado no le interesa una repetición de elecciones. Pero si Sánchez no consigue vincular la investidura a un pacto cerrado para la aprobación de presupuestos generales, no es descartable ni siquiera ahora que haya nuevos comicios en otoño. El interés de Casado pasa por una investidura estigmatizante de Sánchez, marcada de nuevo por las imposiciones de sus socios «tóxicos», y una legislatura que exponga de modo constante su debilidad. Una legislatura corta de dos años y sin estabilidad parlamentaria asegurada, que obligue a Sánchez a convivir en el alambre, mientras él gana tiempo cosiendo heridas en el PP y beneficiándose de los errores no forzados de Ciudadanos y Vox.

Manuel MarínManuel MarínAdjunto al DirectorManuel Marín