El Gobierno cede, la Generalitat desdeña

La política de apaciguamiento a toda costa con el independentismo ordenada por el Gobierno de Pedro Sánchez se desplegó ayer en Barcelona en todo su apogeo. Mientras la facción más radical del secesionismo fracasaba en su intento de colapsar Cataluña –pese a los incidentes en Barcelona y los cortes de carretera en el conjunto del territorio–, el Ejecutivo se reunía en el interior de una Llotja de Mar blindada, donde desplegó un programa de medidas y gestos para tratar de contentar a sus socios de moción de censura. Como era de suponer, nada sirvió para satisfacer al gobierno de la Generalitat que, de nuevo, respondió con desplantes y desdén, demostrando que el secesionismo nunca pierde una oportunidad para acelerar su camino a la nada.

El balance para el Gobierno, pese al optimismo obligado con el que se valoró ayer la cita, es más bien desolador en cuanto a imagen, con la oposición de PP y Ciudadanos denunciando lo que no ven más que entreguismo al Govern, una forma muy cara, denuncian, de mendigar votos para sacar adelante, como medida más urgente, los Presupuestos Generales.

La decisión de celebrar el Consejo de Ministros en Barcelona se leyó de inicio como un escenario en el que todos perderían, y casi se consigue. Únicamente el inédito despliegue policial, en el que Mossos d’Esquadra, Policía Nacional y Guardia Civil actuaron de manera eficazmente coordinada, logró un aprobado pese al esfuerzo de los llamados Comités de Defensa de la República y otros elementos de capucha y algarada por reventarlo todo.

El desembarco de Gobierno comenzaba el jueves con una suerte de cumbre, en la que la diplomacia de fotos y poinsetias culminaba con un comunicado conjunto en el que se abordaba el «conflicto» en Cataluña obviando cualquier mención a la Constitución. El empeño personal de Sánchez por «acercar» el Gobierno a Cataluña concluía ayer con un Consejo de Ministros a modo de «gesto». «Búsqueda de espacios de diálogo, no hay otra receta», subrayaba la portavoz, Isabel Celaá, en contraste, dijo, con el «155 perpetuo y las soflamas emocionales» de Pablo Casado (PP) y Albert Rivera (Cs). El Gobierno, donde se respiraba un evidente alivio al concluir una jornada que días antes se temió que pudiese llegar a ser catastrófica, aseguraba que medidas como la reunión de ayer sirven para «encauzar» el «problema catalán», algo que, obviamente, ni los partidos constitucionalistas ni el independentismo ven de la misma manera.

Medidas «menores»

Con estos objetivos, el Ejecutivo aprobó ayer, entre sus acuerdos, tres medidas que intentó vender en la dirección política dirigida a contentar, sobre todo, al PDECat y a ERC. El aeropuerto Barcelona-El Prat pasará a denominarse en breve aeropuerto Josep Tarradellas Barcelona-El Prat. Un guiño al catalanismo moderado, que lideró Tarradellas tras la dictadura franquista. Líder de ERC, fue el primer presidente de la Generalitat tras el fin de la dictadura y entre 1954 y 1977 ejerció el cargo de presidente catalán en el exilio. Celaá aseguró ayer que el Gobierno había consultado a la familia de Tarradellas y a los dos municipios afectados (Barcelona y El Prat) y a la Generalitat.

Sin embargo, la portavoz del gobierno catalán, Elsa Artadi, criticó la decisión, en primer lugar, porque la consideró «unilateral» y, además, porque, desde su punto de vista, el aeropuerto barcelonés «tiene problemas que resolver y en ningún caso son el nombre».

Otra medida cerrada ayer en Barcelona significará una nueva inversión de 112,77 millones de euros para las carreteras de Cataluña. Licitaciones de obras que tendrán su plasmación en las cuatro provincias catalanas y que, también, fueron menospreciadas desde la Generalitat. «Son obras que hace más de diez años que están sobre la mesa y no se han ejecutado», replicó Artadi, que criticó el silencio del Gobierno en inversiones demandadas por el nacionalismo, como las que afectan a Cercanías, el Corredor del Mediterráneo o los accesos al Puerto de Barcelona.

«No hacía falta venir»

A estos dos acuerdos, el Consejo de Ministros sumó un tercer gesto, una mera declaración, para dignificar la figura del controvertido Lluís Companys, también líder de ERC, como Tarradellas, que fue presidente de la Generalitat de Cataluña durante la SegundaRepública –además de diputado nacional en Cortes y ministro de la Marina– y que fue fusilado en 1940 tras un consejo de guerra después de la Guerra Civil. En 1934, proclamó el «Estado catalán» y el Gobierno de la República tuvo que acudir al Ejército para reducir el levantamiento.

Ayer, el Gobierno aprobó una declaración de reparación y reconocimiento personal –«rehabilitación», en palabras de la ministra Meritxell Batet– de Companys. Un nuevo gesto, esta vez de gran valor político, que recuerda «la trayectoria vital y política» del que fuera presidente de la Generalitat. No supone anular el juicio que le condenó a muerte –pues eso depende de una iniciativa legislativa del Congreso, ya en trámite–, pero sí «rechazar y condenar el consejo de guerra» que determinó su ejecución.

De la misma manera que con el reconocimiento a la figura de Tarradellas y la inversión de más de 112 millones de euros, Artadi criticó la declaración sobre Companys. «No supone la anulación jurídica», indicó, y concretó que no había novedad alguna.

Con todo, la jugada del Gobierno de acudir a Barcelona para «acercarse» a los catalanes, con una doble sesión, una reunión Sánchez-Torra, el jueves, y la celebración del Consejo de Ministros, el viernes, no pasó de un intento político que no cosechó, al menos a corto plazo, los resultados previstos.

La oposición al PSOE en el Congreso, liderada por Pablo Casado (PP) y Albert Rivera (Cs), cargó contra la estrategia de Sánchez al considerar que el presidente del Gobierno ha claudicado ante el secesionismo catalán. Por su parte, el independentismo, que controla la Generalitat y por boca de Artadi, dejó clara su posición: para tomar «acuerdos menores quizás no hacía falta venir» a Barcelona. El Ejecutivo entregó, en dos días, gestos y medidas dirigidas a unos interlocutores que ni las reclamaban ni las valoran.

La reunión ordinaria semanal del Consejo de Ministros también sirvió, entre otras cosas, para que el Ejecutivo diera luz verde a una subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) a 900 euros, la mayor desde 1977, según Celaá, y un aumento del 2,2 5 por ciento del salario de los empleados públicos, la más elevada de la última década, que se aplicarán a partir del 1 de enero de 2019, por lo que quedan al margen de la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado.

La subida del SMI significa un incremento del 22,3 por ciento y supone mejorarlo en 164 euros al mes y afectará a 1,3 millones de trabajadores.