Erdogan intenta usar el crecimiento económico para acallar las críticas

“Hemos dado la mejor respuesta a aquellos conspiradores que, dentro y fuera del país, intentan mostrar que nuestro país es débil”, se ufanó Recep Tayyip Erdogan el pasado 12 de diciembre: “Aquellos que estén con nosotros ganarán, quienes en cambio estén en contra de nosotros, perderán”. La soberbia del presidente turco aquel día era hasta cierto punto comprensible. Acababan de conocerse los datos de crecimiento del PIB durante el tercer trimestre del año y marcaban todo un récord: un 11,1 % de incremento, el mayor registrado entre los países del G-20.

Pero los datos están ligeramente distorsionados por el hecho de que durante el periodo con el que se compara, el tercer trimestre del pasado año, la economía turca se había contraído un 0,8% debido a que se produjo un intento de golpe de Estado seguido de una altísima incertidumbre. No hay duda, sin embargo, de que Turquía ha pasado página del annus horribilis que supuso 2016, con constantes atentados terroristas además de la mencionada asonada militar. Índices como la exportación, el turismo y el consumo interno vuelven a sonreír; gigantes como BBVA, Siemens o la compañía alemana de electrónica IFM han firmado inversiones de cientos de millones de euros en Turquía, y la economía ha superado todas las previsiones de los organismos internacionales y cerró 2017 con un avance del 6%, según la OCDE, un punto por debajo de lo que se preveía.

“La rápida recuperación de Turquía se explica por la adaptabilidad y flexibilidad de sus empresas, por la solidez del sistema bancario y por la disciplina fiscal, que, en momentos de necesidad como el actual, nos permite estimular la economía”, narra a EL PAÍS Hatice Karahan, asesora de Erdogan en materia económica. El Gobierno turco ha aprovechado que en anteriores años apenas había registrado déficit presupuestario para sacar la artillería en 2017: obra pública por doquier, subvenciones a la contratación, refinanciación pública de empresas endeudadas, garantías gubernamentales para la concesión de créditos a bajo interés… Claro que en 2017 se produjo un referéndum constitucional clave para el futuro político del presidente turco y el electorado tenía que llegar contento a las urnas: el resultado fue tan ajustado que no hace falta hacer muchas cábalas sobre lo desastroso que podría haber resultado para Erdogan que el Estado no hubiese intervenido en la economía.

Pero el economista Mustafa Sönmez no comulga con esta euforia y cree que este tipo de crecimiento está “sobrecalentando” la economía: “El Gobierno no podrá continuar mucho más con su política de subsidios, porque es arriesgado elevar el déficit presupuestario cuando además tienes un déficit externo tan alto como el turco [por su dependencia de las fuentes energéticas del exterior]. Además, este crecimiento esconde que Turquía tiene una inflación muy elevada [13%, la mayor desde 2003] y una tasa de paro alta [10,6 %]”. El problema del paro quizás no es tanto la cifra media como su distribución: en las provincias kurdas del sudeste, arrasado en los últimos años por enfrentamientos y operaciones militares, alcanza el 30%.

“Los negocios van a parar a manos de los partidarios de Erdogan, mientras la clase media y el pequeño comercio están siendo devorados por un crecimiento basado en el cemento”, se queja Fikri Saglar. Para este diputado del partido opositor CHP, por muchos logros económicos que trate de vender el Gobierno, no se puede ocultar que en Turquía “ya no existe la democracia ni la independencia judicial”. Una decena de diputados turcos está entre rejas (incluido el líder de la tercera formación del Parlamento), decenas de alcaldías kurdas han sido intervenidas, más de 55.000 personas arrestadas y acusadas de tener relación con el golpe de Estado o quienes lo perpetraron y más de 130.000 funcionarios han sido apartados de su empleo. Para el diputado Saglar, todo ello tiene que ver con las ambiciones de un solo hombre: Erdogan. Sus “labios indican lo que debe hacerse en Turquía”.

Incertidumbre económica

Erdogan ha endurecido su discurso más nacionalista a fin de solidificar su base de apoyo en una Turquía completamente polarizada por su figura, pero las diatribas del presidente contra los “poderes extranjeros”, especialmente contra sus antaño socios occidentales, (además de contra su propio Banco Central, al que exige reducir sus tipos de interés contra las recomendaciones de los expertos) han llevado a la lira a perder más del 20% de su valor en los últimos doce meses.

“Los actores económicos son lo suficientemente sabios como para distinguir las declaraciones puramente políticas de las decisiones económicas”, sostenía Arda Ermut, presidente de la Agencia de Promoción de las Inversiones en Turquía (ISPAT), en un reciente encuentro con corresponsales extranjeros.

Y en efecto los inversores extranjeros han regresado a Turquía con miles de millones en sus bolsillos, especialmente atraídos por la alta rentabilidad de los mercados emergentes. Si bien es cierto que algunos de estos inversores han tenido que solicitar garantías al mismísimo Erdogan de que no tocará sus intereses como ha ocurrido con las cientos de empresas intervenidas tras el golpe fallido del año pasado. Todas locales, eso sí.

El Gobierno se ha cuidado mucho de que ninguna compañía extranjera se viera afectada por las purgas. Como dijo Erdogan el pasado verano, el “estado de emergencia” —vigente desde hace un año y medio— “está destinado a proteger las inversiones” empresariales. Pero paradójicamente declaró que “la ley de estado de emergencia la utilizamos para que el mundo de los negocios trabaje más tranquilamente. Si ahora hay amenaza de huelga en alguna fábrica, podemos intervenir utilizando el estado de emergencia”. Unas declaraciones que, para la oposición, hacen temer que Turquía se aleje del modelo europeo al que aspiraba para parecerse cada vez más a sus vecinos orientales: Estados amables con la inversión extranjera pero no tanto con los derechos humanos.