‘O Rei’ Messi no saca al Barcelona del caos

El fútbol, en ocasiones, es tan rocambolesco como grotesco. De ahí su poder de atracción. En el partido que enfrentó al Barcelona con el Valencia en el Camp Nou se amontonaron, sin ton ni son, épica y pobreza; historia y estupor. La turbulencia arbitral. El gol del estibador Diakhaby, gigantesco Gulliver defendido por el diminuto Griezmann. La cuchara de Araujo, con su agradecimiento a Dios impreso en la camiseta interior. O el bendito testarazo de Messi que le igualaba a Pelé tras fallar él mismo un penalti. Glorioso caos. Pero que nadie hable de las atrocidades del fútbol moderno, porque el antiguo también tenía sus cosas.

Pelé, a sus 33 años, vivía el fútbol como si fuera ya un espectáculo circense. Embutido en su camiseta del Santos y con su amplia sonrisa como gran reclamo, enhebraba giras mundiales que ríanse los Beatles. Nada ni nadie importaba. Sólo él y su función. Algunas veces se ponía de portero, su posición fetiche y donde aún encontraba retos. Otras, simplemente retorcía su ingenio, algo difícil para un futbolista que a los 17 años ya había marcado en la final de un Mundial con dos sombreros. Lo mejoró a los 18. Fueron cuatro las veces que hizo pasar la pelota por encima de las cabezas desquiciadas de sus rivales del Juventus de Brasil antes de anotar. En las exhibiciones de su ocaso, el público quería ver esas cosas. Aunque ya no fuera lo mismo. Así que frente al Baltimore Bays en 1973, Pelé marcó el único gol olímpico de su carrera. El espectáculo debía ser redondo.

Messi aún no ha marcado desde el córner. A sus 33 años, no se le reclaman trucos ni pirotecnia, sino algo mucho peor. Que continúe siendo el mejor, no en una pista de circo con su amigo Jordi Alba disfrazado de hombre bala, sino en campeonatos de alto nivel. Y ante hinchadas y periodistas que analizamos el último post de Instagram, el ángulo de la sonrisa, el color rojo de un mapa al que llaman de calor, los lanzamientos de falta que falla o los días restantes para igualar los 643 goles de Pelé con el Santos. Messi nunca ha tenido descanso.

El penalti de Gayà a Griezmann

Y, lo que es peor, ni siquiera pudo celebrar como merecía el fin de la caza a la leyenda brasileña. La extravagante actuación del árbitro del partido, Hernández Hernández, tuvo parte de culpa. Porque Messi nunca debió haber lanzado ese penalti con el que se arrimó al gol que tanto buscaba. Un tanto que ni siquiera llegó por su disparo desde los once metros, rechazado con la manopla derecha por un Jaume Domènech que lo había esperado arrodillado. A saber por qué. Ya estaba de pie el portero cuando Messi acudió a rematar en plancha, y a la red, el centro de Jordi Alba. No marcaba el rosarino de cabeza desde hacía más de tres años.

Ese empate, decíamos, encontró su origen en una de aquellas acciones en las que los árbitros adoptan posiciones salomónicas una vez se ven puestos en evidencia por el VAR. Hernández Hernández entendió como penalti un ligero empujón de Gayà con Griezmann cuando el francés encaraba la portería rival. El francés se echó al suelo y el juez señaló penalti y expulsión. Advertido por los responsables del videoarbitraje y tras acudir a revisar la jugada en el monitor, el árbitro rectificó a medias. Pena máxima, sí. Pero por un contacto con el pie. Roja, no.

El empate del Barcelona, alcanzado en el añadido del primer tiempo, empolvó su deficiente acto inaugural. Incapaz en el ataque estático pese a la insistencia constructora de Pedri, la gran razón de ser de este equipo, cualquier transición ofensiva del Valencia le acercaba al cataclismo. Coutinho, siempre en medio, siempre estorbando en la circulación, nada enlazaba. Nada aprovechaba. Griezmann era simplemente Griezmann: activo y cándido. Mientras que Busquets se mostraba incapaz de evitar problemas a Araujo y Mingueza, pareja de centrales hasta no hace tanto del filial y que ha clavado en el banquillo a Lenglet y Umtiti.

Entre Busquets y Dest, con peligrosas pérdidas, y Guedes, amenazante desde el amanecer, pusieron el partido de cara a un Valencia que acabó avanzándose gracias a la estrambótica marca en un córner de Griezmann a Diakhaby. El central remató tan solo en el área que, por un momento, debió creerse Origi en Anfield. Bien pudo el equipo de Javi Gracia haber dejado su tarde a punto de caramelo de no haber negado Ter Stegen el 0-2 a Maxi Gómez.

Llegó el barullo arbitral. También el 1-1 de Messi justo antes del descanso, y la cabriola de Araujo en el 2-1 como aperitivo de un segundo acto aún más trastornado. El ingreso del magullado De Jong no había serenado al Barça. Y Maxi Gómez, que ya había visto cómo Cheryshev protagonizaba uno de los peores remates de su vida, alcanzó el empate definitivo tras interpretar a Gayà y avanzarse a Mingueza.

Sin centro del campo donde encontrar cordura, y con los futbolistas entregados a un esfuerzo turulato zurcido por Koeman, la tarde se desmayó con Mingueza asociándose con Messi en la frontal del área rival y los contendientes preguntándose qué demonios habían vivido.

«¿Morirá Hyde en el patíbulo o tendrá suficiente valor para liberarse él mismo en el último momento? Dios lo sabe; a mí no me importa». Stevenson , que no supo qué diantres hacer con Mr. Hyde, hubiera tenido material complementario de sobra con este Barcelona. Un equipo abandonado a su suerte. Y con una única cara.