Un anillo mirando al cielo

Los Lakers son los nuevos campeones. Un anillo en el nombre de Kobe, que corona a LeBron James y que permite a los angelinos empatar con los Celtics en lo más alto del olimpo de la NBA. Alegría inmensa para una franquicia deprimida desde hace una década, que fue golpeada como ninguna otra al principio de la temporada y que ha acabado alzándose por encima de todas. Por encima de todo. En el año más complicado, salpicado por la muerte de Bryant, la pandemia del coronavirus y las protestas raciales, los Lakers regresan al trono que tantas veces habían pisado anteriormente. Adiós a la década ominosa de los angelinos con un anillo en el que LeBron, imparable a lo largo de todas las Finales, fue el unánime MVP. Galardón que adorna su cuarto título de campeón y que alarga una leyenda que no vislumbra su final.

Hay éxitos esculpidos en la estrategia o en el acierto. Títulos que esconden detrás un trabajo colectivo y mental único y que se cimentan en la confianza. El de los Lakers en esta temporada 2020 de la NBA tiene un poco de todo eso, pero responde, sobre todo, a una motivación única. A un legado que juraron continuar tras la muerte de Bryant, cuya memoria solo han tardado unos meses en honrar.

No pudo estar Kobe en la final, pero sí lo hizo su espíritu. Esa «Mamba mentality» que él tanto cuidó a lo largo de su carrera y que ayer encarnaron todos los jugadores de los Lakers. La determinación demostrada por todos los angelinos dejó claro muy pronto que no iba a haber séptimo partido. Después del mazazo que supuso no ganar el anillo el domingo, LeBron tenía claro que no había lugar para las dudas. Tampoco para las confianzas. Los Lakers tenían aún dos oportunidades para lograr el título, pero el alero no quería llegar hasta el séptimo. Quedaba trabajo por hacer, como decía Kobe, y LeBron decidió que era hora de terminarlo.

Solo así se entiende su salida salvaje en el primer cuarto, con un mate brutal en contragolpe que fue toda una declaración de intenciones. A su fiereza habitual se sumaron esta vez todos sus compañeros. Los que estaban en la pista y los que jaleaban cada acción desde el banquillo. Hasta Rajon Rondo, al que normalmente le da alergia el aro, atacaba la canasta como nunca. Sus 13 puntos al descanso (19 al final del partido) eran la mejor muestra de esa determinación angelina.

Lo hacían todo bien los Lakers, enchufados en ataque y concentradísimos en defensa. Sobre todo en la de Jimmy Butler, al que esta vez no le dieron ni medio metro (35-23, min. 14). Controlado el principal foco de peligro de los Heat, los de Vogel se aprovecharon de la mala noche de sus compañeros. Porque fue horrible el partido de Adebayo y de Herro, superados por el escenario, y también el de Dragic, visiblemente mermado por la lesión en su planta del pie.

Imparable Anthony Davis,

Con ese panorama era de esperar que la diferencia fuera creciendo y lo hizo hasta hacerse inabarcable para Miami, antes incluso de marcharse a los vestuarios, a los que se llegó con un marcador de escándalo. El más amplio de todas las Finales (64-36). A él había contribuido de forma decisiva Anthony Davis, despojado de cualquier complejo durante estos playoffs en los que ha demostrado que no hay un pívot más dominante que él en toda la NBA. Un jugador capaz de adaptarse a todos los registros del juego y de jugar bien tanto cerca como lejos del aro. Todoterreno que disfruta, al fin, del anillo que tanto deseaba.

La segunda mitad fue un ejercicio de desesperación de los Heat y un paseo triunfal de los Lakers en el que LeBron se las apañó para amasar un nuevo triple doble (28 puntos, 14 rebotes y 10 asistencias). El primero para él en estas finales. Registro simbólico que le reconoce como el mejor de los playoffs y que le sitúa a la altura de los más grandes de la historia.

A pesar de la diferencia inmensa (87-58, min. 37), con el trofeo ya camino del vestuario amarillo, los Heat nunca bajaron los brazos. Un rival ejemplar y un equipo de futuro que hace unos meses ni soñaba con llegar hasta aquí. Con poner contra las cuerdas a un campeón que contaba con ayuda divina y que ha terminado conquistando el anillo mirando al cielo.