Los demonios

Dios creó a los Ángeles pero, quiso que sus criaturas pudieran alcanzar la bienaventuranza eterna libremente, y para ello, les dio la oportunidad de ser fieles a Él, su Creador y Dios, o de desobedecerle. Algunos de ellos, muchísimos, porque el número de Ángeles creado por Dios es incontable, se revelaron contra Dios y no quisieron obedecer. Lucifer, el más inteligente y hermoso de ellos, lleno de soberbia y, animado por el inmenso número de sus seguidores que le admiraban, se alzó contra Dios. Su pecado de soberbia, ya porque no quisieran adorar al Hijo de Dios hecho hombre, según opinan algunos teólogos, o bien, porque pretendieran alcanzar el fin sobrenatural por si mismos, prescindiendo del don de Dios, causó una gran batalla en el cielo.

Dice San Juan en el Apocalipsis (XII, 7-9) que entonces se entabló una gran batalla en el cielo, pues la mayoría de los Ángeles permanecieron fieles a Dios su Creador, y, guiados por San Miguel, lucharon espiritualmente con su inteligencia y su voluntad contra los rebeldes y los vencieron. Como consecuencia de su actitud, se apartaron para siempre de Dios, dando lugar al infierno, que es la ausencia de Dios. Es de fe, creer en los demonios y en el infierno, pues nos lo dice San Pedro (II Pedro, II, 4): “Dios no perdonó a los Ángeles que pecaron (se apartaron de Él), sino que, precipitados en el tártaro (abismo), los entregó a las prisiones tenebrosas (donde no está la Luz), en donde sufren tormento”.

Estos son los Ángeles malos, o demonios, diablos, espíritus malignos, espíritus inmundos, de las tinieblas, etc.; y Lucifer, su caudillo, es conocido con el apelativo de Satán o Satanás, que significa enemigo y tentador. Desde su caída Satanás no puede ser ya ángel, y quisiera que todos los hombres fuesen demonios. Desde entonces quiere hacer daño a Dios, pero, no pudiendo hacerlo en su Creador, trata de hacerlo a través de los hombres y en los hombres, que son imagen de Dios. Por esto, en el paraíso terrenal, no paró hasta que lo apartó de Dios (lo hizo pecar); y ahora, siempre que puede, por odio al mismo Dios, le va tentando, para apartarle Dios y así, llevarle al infierno.

De este empeño de Satanás nos advierte el apóstol San Pedro, diciendo: “Estad alerta y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar; mas vosotros habéis de resistirle firmes en la fe” (I San Pedro, V, 8-9). Los mejores medios contra los engaños y argucias del demonio son: la vigilancia, la oración, la mortificación y los Sacramentos. El demonio puede instigar nuestros sentimientos y avivar nuestra imaginación para desviar nuestro corazón y proponernos sentimientos negativos, egoísta, envidiosos y proponernos malos deseos que nos dañen a nosotros mismos y hagan mal a los demás. El puede excitarnos a pecar a través de cualquier medio y ocasión, pero nada puede directamente sobre nuestra libre voluntad, si nosotros no queremos consentir a sus proposiciones. Así que, cuando aceptamos sus perversos engaños es porque queremos, pues el demonio no puede hacer daño sino a aquel que se le acerca y atiende sus insinuaciones.

El Nuevo Testamento afirma claramente la existencia de los demonios. El Antiguo Testamento también, y desde un principio. Ya en la tentación de Adán y Eva es claro que en la serpiente se oculta un ser superior al hombre y enemigo de Dios. Jesús, el Hijo de Dios, se enfrenta en su vida con la acción del demonio. La narración de las tentaciones, particularmente en el Evangelio de San Lucas (Lc 4, 1-13), enfrenta los dos poderes. Jesús triunfa del poder enemigo. Satán está descrito en Mateo y Lucas como hábil tentador, que ataca directamente los planes de Dios. Satán se enfrenta también con los hombres; su modo de proceder es la mentira.

Jesús manifiesta que su poder es el del “Espíritu de Dios” que vence a los demonios (Mt.12, 25-28). La lucha de Jesucristo con Satán y los demonios se termina con la pasión y muerte del Señor. En este momento la victoria de Jesús se consuma: “El príncipe de este mundo es echado fuera” (Juan 12,31). Y la última realización de la victoria de Jesús está en su Resurrección y Ascensión a los Cielos. (Mt 28, 18).