Crítica de «Los hermanos Sisters»: Otra letra y otra música para un wéstern

El director francés Jacques Audiard tiene acreditada una de las mejores marcas en salto de género del cine actual, desde el negro carcelario de «Un profeta», al muy pasional en «De óxido y hueso» o al social de «Dheepan», con el que ganó la Palma de Oro en Cannes. Pero su salto aquí es mayor, asombroso, incluso chocante, pues entra en un territorio sagrado, el del wéstern, y lo hace con un pie puesto en los códigos y paisajes legendarios del género, pero con la mirada fresca y bífida de quien quiere modelarlos a su modo. Ni retocar ni reverdecer un género que boquea desde hace décadas, lo que parece pretender Audiard es «liberarlo», darle vuelo singular a sus arquetipos y volcarlos en otro molde, y con unos efectos magníficos.

La historia ocurre donde siempre, pura superficie wéstern, y con personajes reconocibles del género, pero todo ello es percibido desde la butaca con otros ojos, como si le hubiera cambiado el prospecto a la receta, la composición y toma de los comprimidos. El arranque, con una original escena nocturna (a oscuras) de disparos cruzados, ya deja intuir que el fondo de la historia que vamos a ver vendrá en un envase inusual, y en efecto, ni las cabalgadas, ni la planificación, ni la temperatura de la imagen o de la violencia, ni mucho menos la música se corresponden con cualquier idea preconcebida de las películas de Oeste (la fotografía de Benoît Debie y la música de Alexander Desplat son pura «nouvelle couisine» dentro del menú y sabores habituales).

El material de la trama y personajes se podría calificar de tradicional: dos hermanos que persiguen y matan por encargo, una misión siniestra, la presa que han de cazar y un aliño de ideal y fábula en medio de la fiebre del oro. El poder del argumento no está en su hilo, sino en su madeja de relaciones, la fraternal de los dos protagonistas, punteada por sórdidos sucesos del pasado familiar y subrayada por lo contradictorio de su personalidad, con detalles del carácter de cada uno tan sutilmente trazados que maravillan (desde la pasta de dientes a otras higienes más éticas) y que forman un cuerpo simbólico de lo que es la esencia del wéstern: lo viejo y lo nuevo, dos tiempos y espacios morales siempre en discusión por la centralidad del plano.

La magnífica incorporación a la historia de los dos antagonistas y su utópico enfoque a la búsqueda de oro le proporciona aún más profundidad y singularidad, pues está movida por otro motor distinto al habitual de la ambición, y Jake Gyllenhaal y Riz Ahmed consiguen ponerlos en pie a pesar de la extravagancia de sus trazos. Pero la película es de Joaquin Phoenix y John C. Reilly, que cargan con más gesto y detalle que con palabras un muy complejo y sensible y asilvestrado amor fraternal.