Theresa May, la primera ministra en su nebulosa

Los líderes europeos de los ochenta detestaban a Margaret Thatcher, perenne chinita en sus zapatos. Pero también la admiraban. El malicioso y sagaz Mitterrand llegó a definirla así: «Tiene los ojos de Calígula y los labios de Marilyn Monroe». Entre el público inglés es leyenda la bravura de hormigón armado con que la Dama de Hierro defendía los intereses británicos en Bruselas. En una cumbre comunitaria de 1984 sobre repartos presupuestarios, Thatcher, con su inseparable bolso plantado a su vera, comenzó a palmear la mesa con vehemencia mientras exigía: «I want my money back!». Con su coraje ganó aquella disputa y logró rebajar la contribución británica.

Theresa May, la segunda mujer inquilina de Downing Street en la historia, no es Thatcher. Comparten conservadurismo y orígenes en la Inglaterra más tradicional -la de antaño era hija de un tendero y la actual, de un reverendo-; un mundo laborioso, reservado y estoico hasta la patología. También las une su testarudez, o capacidad de resistencia. Pero Theresa Mary Brasier, que así se llamaba antes de casarse con un amigo de sus días de estudiante de Geografía en Oxford, el hoy ejecutivo de fondos Philip May, carece del peso ideológico de Thatcher y de aquel nervio rebelde que tan bien resumía su lema personal: «The lady’s not for turning», la dama no rectificará.

Esas carencias de May se acaban de evidenciar en Bruselas. Sus últimos intentos de ponerse dura ante la UE y lograr nuevas garantías sobre la frontera invisible entre las dos Irlandas acabaron el viernes a la hora del desayuno en comedieta con el descacharrante Juncker. Tras las libaciones de la cena del jueves, Juncker, de conocido apego a los espirituosos, se soltó a declarar sin ambages que los británicos «deben decir de una vez o no qué quieren» y dejar de ser «imprecisos y nebulosos» (lo cual es bastante cierto). Por la mañana, May se fue a por él. Lo encaró acusándolo de haberla llamado «nebulosa», una afrenta para una estadista que suele empezar todas sus alocuciones con la coletilla de «permítanme que sea muy clara en esto». El pillín burócrata luxemburgués lo negó todo. «Al final ella incluso me dio dos besos», añadió con cierto retintín. May no impone en Europa.

Un estilo diferente

La semana pasada fue abrumadora para la «premier», de 62 años, casada desde 1980 con su único amor, fiel creyente anglicana, algo tímida, híper controladora y extremadamente laboriosa. En su larga y exitosa etapa como ministra del Interior bajo Cameron, sus compañeros la apodaban Karla, como el inaccesible jefe de los espías soviéticos de las novelas de Le Carré. Nick Clegg prefería otro alias: la Reina de Hielo. Una mujer alta, algo desgarbada y de hueso fino, orgullosa de sus piernas y poco feliz con su nariz; aficionada a la moda -en un programa de radio confesó que el lujo que se llevaría a una isla desierta sería «una suscripción vitalicia a Vogue»- y cuyo distintivo estético son los mocasines de fantasía, casi siempre de Russell & Bromley, que realmente distan de ser un lujo exclusivo (hasta quien suscribe tiene un par). May es una mujer que si pretende ser simpática, como cuando bailó al ritmo de Abba en el último congreso tory, inspira sensaciones que van de la suave compasión al franco choteo. Simplemente no le sale.

Theresa May en su adolescencia, tras obtener su primera beca de estudios
Theresa May en su adolescencia, tras obtener su primera beca de estudios – ABC

Probablemente la mejor explicación de cómo es May la dio ella misma antes de llegar al poder: «No soy una política vistosa. No hago giras televisivas. No cotilleo sobre la gente en almuerzos. No bebo en los bares del Parlamento. Simplemente hago el trabajo que tengo delante». May, que estudió en una «grammar school» (escuelas públicas especiales para alumnos modestos de altas prestaciones), está en las antípodas de los chicos patricios de Eton y Oxford que han dominado la política británica secularmente. Su tristeza de fondo es que no pudo tener hijos, algo que deseaba. Política aparte, sus otros dos disgustos fueron la muerte de su padre en accidente de tráfico y la inmediata de su madre por una enfermedad degenerativa y el descubrimiento en 2012 de que es diabética de tipo 1 (inyección de insulina diaria).

May es una conservadora tradicionalista, aunque con matices: es feminista y en 2006 fundó una asociación por las mujeres, también votó a favor del matrimonio gay. Al tiempo, como hija de párroco y feligresa de misa dominical que es, su fe marca toda su acción, incluida la política: «Ser cristiana forma parte de lo que soy y de como afronto las cosas».

Tal vez por ello cuando llegó al Número 10 en julio de 2016 prometió un conservadurismo más compasivo e integrador que el de los liberales «yuppies» Cameron y Osborne, un desiderátum que enfatiza con otra de sus muletillas: «Quiero un Reino Unido que funcione para todos». El clasismo sigue siendo el mal endémico del país. Al final sus palabras se han quedado solo en una declaración de intenciones, porque el Brexit ha consumido todas sus fuerzas en estos dos años y medio en el Gobierno. May es una política cabal, de poca imaginación, pero que tiene una virtud: no hace tonterías, pisa seguro y con sentido común. Sin embargo el Brexit es demasiado para ella. Probablemente lo sería también para un líder más dotado.

La duda hamletiana

Como buena inglesa de la campiña de Oxfordshire, la tradicionalista May era euroescéptica desde siempre. Pero en el referéndum apoyó un poco a regañadientes el «remain»; por lealtad a su jefe Cameron y sin llegar a hacer campaña activamente. Tras el triunfo del Brexit, su sentido del deber y de la democracia la llevaron a respetar la decisión del pueblo y aplicarla, de ahí la tautología que ha repetido hasta el hartazgo: «Brexit es Brexit y haremos de ello un éxito».

Europa parte el corazón del partido conservador desde siempre. Es el elefante en la habitación que ya se llevó a Thatcher por delante. Los mocasines de leopardo de May han bailado en el alambre dando vara alta en su Gabinete a ministros de las dos sensibilidades: el de Economía es europeísta y los que han llevado las negociaciones con Europa, brexiteros ardorosos. Ese equilibrio imposible casi le cuesta la cabeza el pasado martes, cuando salvó una moción interna de su partido con un tercio de sus diputados votando en contra y viéndose obligada a prometer que ya no será la cabeza de cartel en las próximas elecciones.

May, ahora mismo un «pato cojo», tiene que someter en breve al Parlamento el borrador de acuerdo que ha alcanzado con Bruselas, una votación prevista para el pasado martes, pero a la que renunció a última hora sabedora de que la perdería. Probablemente esta vez tampoco encontrará apoyo y será derrotada en los Comunes. Entonces los británicos asumirán por fin que solo caben tres salidas para el carajal del Brexit que está desfondando al país: irse sin acuerdo alguno, como exigen brexiteros hooligans como Rees-Mogg, el líder de la facción tory rebelde; la opción Noruega (seguir en el mercado único, pero contribuyendo y aceptando la libre circulación, algo que gustaría a los laboristas de Corbyn) u otro referéndum, opción que antes era una quimera y ahora ha pasado a posibilidad (cinco ministros ya lo sopesan).

May, gran aficionada al críquet, realmente no sabe muy bien a dónde irá a parar la bola que salió disparada al vacío desde las urnas del alocado referéndum de Cameron en junio de 2016.