Cuando Wojtyła regresó a Polonia en 1979, no volvía solo un hombre a su patria: volvía un Papa capaz de devolverle a todo un pueblo la voz y el coraje que había perdido
«¡Y grito, yo, hijo de tierra polaca, y al mismo tiempo yo: Juan Pablo II Papa, grito desde lo más profundo de este milenio, grito en la vigilia de Pentecostés: ¡Descienda tu Espíritu! ¡Descienda tu Espíritu! ¡Y renueve la faz de la tierra! ¡De esta tierra!». Con esa frase, Karol Wojtyła, el primer Papa polaco de la historia, rompió el hielo ideológico de la Guerra Fría.
Era junio de 1979 y el comunismo parecía indestructible. Pero bastaron nueve días de su viaje a Polonia para iniciar un proceso que eventualmente lograría derribar el telón de acero, que dividió el continente en dos bloques políticos: el capitalismo occidental y el comunismo de la antigua URSS y China.
El beso del Pontífice al suelo polaco al bajar del avión marcó el inicio de una visita que sería un punto de inflexión en el camino hacia la consolidación europea. Ante un régimen que había intentado borrar la fe del mapa, Juan Pablo II devolvía la esperanza a un país entero. Su voz se alzó en Varsovia ante un millón de personas: «Vosotros sois católicos. Vosotros sois polacos. Vosotros sois jóvenes. El futuro os pertenece».

Juan Pablo II y Lech Walesa
«El futuro os pertenece»
Wojtyła sabía moverse entre los bloques sin romper la neutralidad del Vaticano, pero su claridad comunicativa era tan arrolladora como su fe. Su viaje, concebido para conmemorar el milenio de la evangelización de Polonia, fue percibido por el Kremlin como una seria amenaza.
Leonid Brezhnev, primer secretario del Partido Comunista Soviético, llegó a pedir a su homólogo polaco, Edward Gierek, que persuadiera al Papa para fingir una enfermedad y cancelar la visita. Incluso desde Moscú se le advirtió que su presencia podría poner en riesgo la unidad del pueblo polaco.
Pero cuando el Pontífice llegó, en el centro de Varsovia se gestaba algo muy distinto. Alrededor de un millón de polacos escuchaban con lágrimas en los ojos unas palabras que apelaban directamente a la identidad del país: «Descienda tu espíritu, ¡y renueve la faz de la Tierra!… ¡de esta tierra!». Para ellos, Juan Pablo II no era solo un líder religioso, sino un compatriota que podía hablar libremente, fuera del alcance del régimen.
Aquella ola de entusiasmo cristalizó en el nacimiento del sindicato Solidaridad, liderado por Lech Wałęsa, el movimiento obrero que acabó desbordando al régimen. Frente al discurso vacío del Partido Comunista —que hablaba de los trabajadores mientras los oprimía—, el Papa ofrecía un lenguaje nuevo: libertad, verdad, fe y unidad.
La «falsa paz» de los totalitarismos
El contexto político en Polonia se deterioró a finales de 1981 con la declaración del estado de guerra y la imposición de la ley marcial, que llevó al arresto de miles de activistas de Solidaridad. Desde Roma, Juan Pablo II escribió al general Jaruzelski pidiendo el fin de la violencia y en su mensaje de Año Nuevo de 1982 denunció «la falsa paz de los regímenes totalitarios». Para el Papa, lo que estaba en juego no era solo el destino de Polonia, sino el del alma de Europa.
El Partido Comunista polaco proclamaba su compromiso con los trabajadores y los pobres, pero la realidad desmentía cada una de sus consignas. La debilidad de la economía soviética y la firme política de Ronald Reagan fueron factores determinantes en el colapso del bloque del Este, pero el verdadero origen de ese cambio estuvo en la figura de Wojtyła y en la valentía de millones de polacos que se negaron a seguir viviendo con miedo. La historia terminaría por darle la razón. El 9 de noviembre de 1989, una década después de aquel viaje a Polonia, el Muro de Berlín había caído.
El Papa que rompió todos los récords
El fallecimiento de Juan Pablo II el 2 de abril de 2005 dejó una profunda huella en el mundo y, especialmente, en la sociedad polaca, donde se declaró luto oficial durante casi una semana. No hay localidad en Polonia que no le haya dedicado al menos una calle o plaza en homenaje al que es considerado el polaco más influyente del siglo XX, cuya fiesta la Iglesia celebra cada 22 de octubre. En Lublin, la universidad católica lleva su nombre en honor a los años en que fue profesor allí.
En su funeral, el mundo entero se detuvo: fue el mayor encuentro de jefes de Estado en la historia, una muestra de la inmensa influencia global del Papa polaco que trascendió su papel como Cabeza de la Iglesia.
Durante su pontificado, canonizó a 482 santos, beatificó a 1.334 personas, recorrió 125 países y viajó más de 1.300.000 kilómetros: casi tres veces la distancia entre la Tierra y la Luna. Pero su verdadero récord fue otro: haber enseñado a un continente entero a no tener miedo.