Si fuera así, sería lo mismo que decir que al nacer se inicia una cuenta atrás hacia una fecha conocida, y que si gastamos los latidos sin control, adelantaremos el final. Una teoría inquietante. Pero, ¿qué hay de cierto en ella?
«El corazón no funciona como un ‘contador regresivo’ de latidos, y no existe un número fijo de latidos cardiacos a lo largo de la vida«, contesta claro y sin fisuras alguien que sabe muy bien lo que dice, el doctor Luis Rodríguez Padial, presidente de la Sociedad Española de Cardiología (SEC).
Desde el punto de vista médico, nunca se ha probado que el corazón de cada persona esté predestinado a latir un número determinado de veces. Algo que, por otra parte, equivaldría a decir que venimos a este mundo con una “fecha de caducidad” concreta y conocida ya desde la cuna.
Esta idea no es una idea loca y espontánea que surja de la nada. Su origen se basa en el conocimiento y comparación de los diferentes ritmos cardíacos entre distintas especies de animales. Y es que se ha comprobado que los animales con el metabolismo rápido, como los ratones, tienen frecuencias cardíacas altísimas, y viven poco. En concreto, el corazón de los roedores late entre 500 y 700 veces por minuto en reposo. Eso significa que en un solo día puede acumular más de 700.000 latidos, y en su vida, que suele ser de 2 a 3 años, alcanza unos mil millones de latidos en total.
En la esquina opuesta de este cuadrilátero, encontramos los animales con el corazón más lento, como, por ejemplo, los elefantes. Estos mamíferos tienen una frecuencia mucho más lenta. Tanto como que solo se contabilizan entre 25 y 35 latidos por minuto en reposo, lo que se traduce en 40.000 latidos en un día, y como vive entre 60 y 70 años, llega también a unos mil millones de latidos a lo largo de su vida.
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Lo curioso del caso, es que, aunque ratones y elefantes tienen ritmos vitales radicalmente distintos, el total de latidos a lo largo de su vida termina siendo muy similar.
La (inconsistente) teoría de la tasa de la vida
Entre el corazón de los roedores y el de los paquidermos, el de los seres humanos late en promedio unas 60 a 100 veces por minuto en reposo. Si calculamos, eso equivale a entre 2.500 y 3.500 millones de latidos en una vida de 80 años.
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El hallazgo de estos cálculos asignados a cada especie, propiciaron la formulación de una hipótesis biológica a comienzos del siglo XX, la teoría de la tasa de la vida. Esta propone que cada organismo tiene una cantidad limitada de “energía vital” a lo largo de su existencia, lo que significaría que cuanto más rápido se consuma dicha energía (más latidos), más corta sería la vida.
Ahora bien, esta teoría no se sostiene. Con el tiempo, la ciencia ha ido demostrando diferentes aspectos que tiraban por tierra la idea de que una frecuencia cardíaca elevada está asociada indefectiblemente a una muerte prematura. Por ejemplo, se sabe que, en los humanos, el ejercicio físico aumenta el gasto energético, y eso, lejos de acortar la vida, se asocia con una mayor longevidad. Por tanto, una vida larga no parece ser la consecuencia directa de haber “dosificado” el número de latidos asignados a nuestro corazón.
Además, un corazón con una frecuencia cardiaca baja en reposo (algo muy habitual en los deportistas) se asocia a “una mayor longevidad y menor riesgo cardiovascular, mientras que una frecuencia elevada se asocia con mayor mortalidad y eventos cardiovasculares, especialmente en adultos mayores”, apunta el experto.
Frecuencia cardíaca y longevidad
Entre un corazón veloz y otro más pausado, lo preferible es aquel que se mantiene dentro de un rango específico de pulsaciones. “En adultos sanos, una frecuencia cardiaca en reposo entre 60-70 lpm, se asocia con menor riesgo de mortalidad y eventos cardiovasculares”, señala Rodríguez. Mientras que “frecuencias persistentemente por encima de 80-85 lpm se vinculan a un mayor riesgo”. “No obstante, -alerta el experto- una taquicardia leve (100 lpm) en reposo es un marcador de riesgo”.
Por tanto, “desde el punto de vista de la salud, es más peligroso sufrir de taquicardia persistente que de bradicardia fisiológica, salvo que la bradicardia cause síntomas o esté asociada a enfermedad estructural”, concluye.
Un corazón fuerte alarga la vida
La conclusión más clara que se saca acerca de la relación entre la longevidad y el ritmo del corazón es que ese vínculo “es multifatorial”. Así lo considera el presidente de la SEC quien, además, remarca la importancia de mantener un corazón sano para tener un corazón “joven”, aconsejando para ello, adoptar hábitos como realizar actividad física regular, controlar de presión arterial y lípidos, llevar una dieta saludable, rica en vegetales, baja en sal y grasas saturadas, evitar el tabaquismo y el estrés, y mantener un peso corporal saludable.
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Frente a los hábitos que recomienda integrar en la vida diaria, el doctor enumera los principales factores que dañan el corazón: la hipertensión, el tabaquismo, el sedentarismo, la obesidad, la dislipidemia, la diabetes y la taquicardia persistente.
La edad, un factor clave en el deterioro del corazón
Ahora bien, por mucho empeño que pongamos en el cuidado del corazón, el paso del tiempo siempre pasa factura. Eso sí, no siempre lo hace del mismo modo, ni sus efectos aparecen a la misma edad, ya que se trata de “un proceso gradual que depende de factores genéticos y ambientales”.
Por otro lado, más allá del momento y de la intensidad con que se manifiestan los efectos del tiempo en el corazón, todas las personas comparten los mismos signos de envejecimiento del corazón, los cuales suelen aparecer a partir de la mediana edad. Entre ellos, el cardiólogo destaca “la disminución de la tolerancia al ejercicio, arritmias, disnea y fatiga. Además, funcionalmente, se observa menor variabilidad de la frecuencia cardiaca y mayor rigidez vascular”.