Madrid D. F., supercapital de nada, chivo expiatorio de todo

El ‘foro’ se ha convertido en una idea más que en una ciudad: se la acusa de centralismo sin ejercerlo, se la odia por absorber sin querer, y se la utiliza como chivo expiatorio nacional mientras acoge a todos los que la desprecian

Madrid no existe. Es un síntoma. Una idea. Un espantajo. Una coartada. Una entelequia que no gobierna, pero a la que se acusa de gobernarlo todo. Una ciudad sin playa, sin mar y sin fronteras que no ejerce de capital, pero a la que se demoniza como si fuera un imperio. Madrid D. F., dicen con sorna. Madrid Distrito Federal. Madrid Babilonia. Madrid extractiva. Madrid chupa-sangres. Madrid madrileñófoba.

No lo dicen los madrileños, claro está, que bastante tienen con sobrevivirse a sí mismos en una ciudad sin descanso, sin tregua, sin árboles y sin sombra. Lo dicen los otros. Los que ven en Madrid un enemigo moral. Los que convierten el kilómetro cero en un agujero negro. Los que han sustituido el discurso político por el victimismo geográfico. Y los que encuentran en la palabra «Madrid» un recipiente a medida para volcar su odio, su rencor, su impotencia y su complejo de abandono.

Madrid D.F. se ha convertido así en un insulto. En una categoría acusatoria. En un mantra manoseado por la propaganda soberanista catalana —con permiso de cierta izquierda estética— para explicar todos los males, desde el precio de los alquileres hasta el estado de los pantanos. Como si las gaviotas no llegaran a Girona, como si Ayuso gobernara en Tortosa, como si el Ave a Tarragona se lo quedara todo la Puerta del Sol.

La paradoja es que Madrid ni siquiera se gobierna a sí misma. La capital es un cortocircuito institucional, una anomalía administrativa. No tiene estatuto propio. No tiene conciencia de región. No tiene identidad más allá de su disolución. Su fuerza —y su pecado original— consiste precisamente en no ser nada, en ser de todos. Por eso mismo resulta tan fácil convertirla en chivo expiatorio. Porque no duele meterse con ella. Porque nadie la defiende.

Foto: La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. (EP/Eduardo Parra)
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De ahí que el término «Madrid D. F.» no describa una ciudad, sino un prejuicio. Una caricatura eficaz. Una capital sin ciudadanos, pero con muchos enemigos. Una superpotencia imaginaria donde se decide todo —la economía, la lengua, la moral y hasta el clima— mientras en realidad se sobrevive en el atasco de la M-30, en las colas de la vivienda pública y en los menús del día.

Se le reprocha a Madrid su centralismo. Y acaso haya algo de cierto en el reparto desigual de recursos, pero lo que molesta no es su hegemonía, sino su indolencia. Su capacidad de absorber sin asimilar. Su costumbre de no tener costumbre. Su modo de ser capital sin alarde, sin pasado y sin folklore. Madrid no tiene sardana ni calçots. Tiene lo que llega. Lo que se mezcla. Lo que se adapta. Lo que huye de otra parte.

Quizá por eso los mismos que denuncian el «Madrid D. F.» hacen cola para venirse a vivir aquí. Para montar oficinas aquí. Para buscar trabajo aquí. Para colocar a sus hijos en los colegios aquí. Para operarse aquí. Para recibir los fondos europeos aquí. Lo llaman «huida». Pero es más bien una rendición silenciosa. Una atracción fatal. Una constatación incómoda.

Madrid, con todos sus defectos, sigue siendo un espacio y un lugar de posibilidades. No por méritos propios —ni siquiera por planificación consciente—, sino por esa inercia centrípeta que la convierte en el campo base del país. Lo fue con los Austrias, lo fue con el AVE, lo fue con la televisión, lo fue con las pandemias. Y lo sigue siendo ahora, aunque duela.

Por eso molesta. Porque Madrid no se esfuerza. Porque no se reivindica. Porque no se defiende. Porque su poder, más que estructural, es accidental. Y porque su éxito relativo —inmobiliario, cosmopolita, tolerante, diverso, demográfico, simbólico— contradice el relato oficial de la decadencia mesetaria. Lo que inquieta de Madrid no es su poder. Es que lo ejerce sin querer.

Madrid D. F. no existe. Y al mismo tiempo lo es todo. El corazón hipertenso de un país que no sabe descentralizar sin odiar al centro. El escenario al que todos acuden, aunque lo nieguen. La ciudad que nunca presume de sí misma, pero que sirve de espejo donde cada autonomía refleja sus frustraciones. Madrid no quiere ser capital. Pero no le queda más remedio que cargar con el sambenito.

Como si haber nacido en Chamberí fuera una declaración de guerra. Como si vivir en Arganzuela supusiera un privilegio fiscal. Como si cada piso de Tetuán llevara impreso el IBEX 35. Como si cada semáforo del Paseo de la Castellana emitiera un BOE. Como si Madrid tuviera la culpa de no ser culpable.

Madrid D. F. es el nuevo mal. El nuevo Leviatán. La metrópoli sin dioses ni héroes que funciona a pesar del desprecio. Que vive como puede. Que respira con dificultad. Y que resiste, no por orgullo, sino por inercia. Aquí no se gobierna el mundo. Ni siquiera se gobierna el metro. Pero da igual: Madrid siempre será culpable. Aunque no sepa de qué.