El último sereno de Zaragoza: «Sustituíamos a los actuales teléfonos móviles»

La figura del sereno de Zaragoza, aquel vigilante nocturno que recorría las calles con un gran manojo de llaves, desapareció a mediados de los años 60 . Su presencia era fundamental para ayudar a quienes, a altas horas de la madrugada, olvidaban hasta cómo entrar en sus casas, y su voz, que daba la hora a los transeúntes, sustituía los actuales teléfonos móviles. Cuando la calma se veía interrumpida por alborotos o la actividad de delincuentes, los serenos solo tenían que alzar la voz o hacer sonar sus silbatos para que otros compañeros acudieran a su rescate. Esta figura tan emblemática de la España de los siglos XIX y XX es ahora recordada como parte de una España castiza, pero en su momento desempeñó un papel esencial para la convivencia en las calles.

Pascual Salvador, un hombre de 83 años, fue, de hecho, el último sereno de Zaragoza en el año 1964, cuando tan solo tenía 23 años. Salvador recordaba que el principal motivo que le llevó a interesarse por el oficio de los serenos fue que «por raro que parezca, disfrutaba sirviendo a la gente, por lo que el sereno no me defraudó. Para mí ha sido el oficio más bonito de todos los que he tenido, por la forma tan honesta en la que ayudábamos a la gente».

Sin embargo, también tuvieron que enfrentar situaciones peligrosas, como la detención de delincuentes. Al fin y al cabo, «teníamos que imponer la autoridad para mantener la tranquilidad de la noche». Salvador recuerda una de sus peores experiencias como sereno: «Fue una noche en la calle Predicadores. Eran las 4 de la mañana y, por suerte, un vecino que estaba en su casa me advirtió de lo que estaba ocurriendo: un hombre armado con una navaja venía hacia mí».

Afortunadamente, no le ocurrió nada gracias al «emblemático silbato» de los serenos, que «servía para alertar y pedir ayuda a nuestros compañeros». Además, relataba, «la ciudadanía estaba con nosotros. Si teníamos algún problema, los vecinos acudían rápidamente a ayudarnos. Claro que también había personas que no nos veían con buenos ojos, porque al fin y al cabo, representábamos la autoridad».

Salario a golpe de propina

El empleo fue deteriorándose con el tiempo, ya que, como explica Salvador, «el ayuntamiento no valoraba nuestras acciones». Esto se reflejaba en que los salarios que recibían provenían principalmente de las propinas de los vecinos y los comercios de la zona; solo dependían del ayuntamiento en cuestiones de mando y servicio. «Las subvenciones que nos daba el ayuntamiento eran insignificantes; además, solo nos proporcionaban una porra y una pistola, y teníamos que pagar nuestra vestimenta de nuestro propio bolsillo», señalaba Salvador. El abandono por parte del ayuntamiento llegó a tal extremo que ni siquiera tenían seguridad social; en su lugar, era la beneficencia la que se encargaba de atender sus problemas médicos.

De esta manera, tras la muerte de Franco, el cuerpo de los serenos se vio inmerso en una transición que terminó dando lugar a la actual Policía Local. De hecho, comentaba Salvador, «yo mismo me jubilé como local». Aunque ser sereno fue una de las experiencias «más emocionantes» de su vida, Salvador no cree que hoy en día fuese viable recuperar este empleo. «Antes las noches estaban muy controladas, pero ahora hay demasiado libertinaje y muy poco respeto por la autoridad. Esa combinación lo hace imposible. En aquel entonces, los serenos éramos muy respetados. A veces, vecinos que tenían problemas para dormir bajaban a la calle con nosotros y nos contaban su vida y sus intimidades con tranquilidad», relataba.

Las tareas de los serenos eran las mismas todos los días. Según Salvador «cuando realizabas tus labores, no pensabas mucho en ellas. Para mí, todos mis deberes como sereno eran cruciales. Eran servicios pequeños, pero satisfactorios. Al final, todos esos pequeños servicios contribuían a mantener la tranquilidad en las calles», recordaba Salvador.

Hoy en día, Salvador mira al pasado con cierta nostalgia y revive sus días como sereno: «Añoramos aquellas noches zaragozanas en las que se respiraba un ambiente familiar en las calles. Nosotros ayudábamos a los demás, la gente salía a la calle con toda la tranquilidad del mundo. Confiaban en nosotros».